Este texto de Guillermo Francovich, el gran filósofo boliviano, exhibe una recorrida espiritual desde la religiosidad al positivismo y desde el positivismo a la recuperación de la espiritualidad en su sentido más amplio y humano...que puede entenderse como un recorrido propio de lo latinoamericano. Además podemos conocer, a través de este texto en parte autobiográfico, parte de las inquietudes que asaltaron la mente de este gran pensador...
"Esquema de una fe filosófica"
Cuando hice mis estudios en la Universidad de San Francisco Xavier de Sucre, en Bolivia, —y de eso ya van muchos años— la filosofía era considerada en la vieja casa de enseñanza superior como una disciplina sin objeto propio. Ardía todavía allí, con fuegos declinantes, el positivismo que, como ustedes saben muy bien, creía que el pensamiento no tenía derecho a trasbordar los dominios de la ciencia. El pensamiento, desdeñando especulaciones trascendentales, debía circunscribir su actividad, en una faena sobria y hasta cierto punto ascética, al conocimiento de aquello que podía someterse a la observación y a la experiencia. Todas las posibilidades de la actividad intelectual estaban en los métodos científicos y toda su sustancia en las conclusiones de la ciencia.
A la filosofía se le asignaba una especie de función supernumeraria. Debía dedicarse a coordinar los múltiples y vastos conocimientos adquiridos por las ciencias con el fin de sistematizarlos en una síntesis sin contradicciones y a determinar rigurosamente los límites de ese conocimiento dentro de los vastos dominios de la ignorancia humana. Las concepciones metafísicas, las interpretaciones religiosas eran consideradas como divagaciones, unas veces confusas, otras brillantes, pero siempre inútiles. Platón, Leibnitz, Kant, eran algo así como los nigromantes de la inteligencia, porque como éstos evocaban fantasmas sorprendentes y porque, como éstos también, habían sido superados por la evolución de los tiempos.
Yo sufrí las fascinaciones de esa paralogización del pensamiento. Aunque había hecho mis estudios de enseñanza primaria y secundaria en un establecimiento religioso, en el Colegio del Sagrado Corazón, fundado pocos años antes por los Jesuítas en la ciudad de mi nacimiento, y aunque allí había recibido las enseñanzas de la filosofía de Santo Tomás, mi pensamiento fue arrastrado por el turbión positivista.
Había, sin duda, en el positivismo, aspectos impresionantes que le daban el sentido de las grandes renovaciones intelectuales. Sus especulaciones estaban en la corriente de las brillantes transformaciones materiales que se observaban en todas partes y que concordaban con los resultados de las investigaciones más recientes de la ciencia. Con el positivismo, el pensamiento se sentía orgulloso de sí mismo, no solamente por lo que había llegado a conocer sino también por la altiva y severa conciencia que tenía de sus propios límites. El positivista sabía que sabía muchas cosas y que no debía inquietarse por su ignorancia de las demás. Era una posición de absoluta confianza en el testimonio de las ciencias, en la eficacia de los métodos de éstas, una actitud sin escepticismos ni recelos. Una actitud, inclusive, de entusiasmo porque se suponía que las conquistas de la ciencia estaban llamadas a dar al hombre el más completo conocimiento del universo.
Tenía, además, el positivismo, un mensaje humano. Una promesa de renovación social. La reorganización de la sociedad era uno de los anhelos más fervientes del positivismo, que llevó en el caso de Comte a la creación de la Sociología y a la divinización de la especie humana, dentro de la religión de la humanidad, que él inventó al efecto.
Sin embargo, debido tal vez a la formación religiosa a que acabo de aludir, mi adhesión al positivismo no fue incondicional. Por el contrario, el desmoronamiento de mis creencias religiosas provocado por él, produjo en mí ese estado de angustia que es frecuente en tales casos. Yo había creído con demasiada sinceridad en los dogmas católicos y en los principios de la filosofía tomista, para aceptar, sin resistencias, una visión del mundo que me obligaba a renunciar a determinados principios que habían dejado aquéllas en mi espíritu.
Lo que más me mortificaba en el positivismo era lo que podíamos denominar su zoomorfización de lo humano. Habituado a considerar al hombre como un hijo de Dios llamado a participar de un destino trascendente, dentro de una existencia sobrenatural y eterna, la complacencia con que el positivismo afirmaba el carácter no sólo terreno sino exclusivamente biológico del hombre, era para mí una cosa torturante, sobre todo porque privaba absolutamente a la existencia humana de una significación propia en el mundo. Como diré luego, éste fue uno de los caminos de salida que me permitió llegar a una nueva posición intelectual.
Otro aspecto que me desagradaba en el positivismo era su tendencia a convertir al ser humano en una partícula no solamente de la colectividad sino de la historia. Una especie de llamado permanente a la negación de sí mismo para servir una tarea colectiva sin valor y sin sentido trascendente. Una subordinación de la vida a fines de realización mecánica. Una desvalorización del presente en favor de un futuro inasible. En un diálogo que escribí más tarde y que está incluido en mi libro Supay, puse en labios de uno de los interlocutores estas palabras, que en cierto modo reflejan mis reacciones de esa época a este último respecto, y que cito como una confidencia:
"Vivimos bajo un tremendo símbolo: la avaricia. No me refiero a la avaricia de dinero, sino a la avaricia de la vida. No queremos dejarla correr. No queremos gozar de ella. La guardamos, la enterramos con los ojos puestos en un futuro que no llega. ¡El futuro! Así como Harpagón amontonaba doblones resplandecientes y estériles, nosotros sacrificamos nuestros días luminosos para encerrarlos en un ataúd. Eso me da horror, ¿comprenden? Envidio a los pájaros que se olvidan del pasado e ignoran el porvenir. Hombres como yo fueron seguramente aquellos que en otros tiempos llenaban los conventos franciscanos. Francisco de Asís gustaba de caminar por los campos, amaba el agua, las aves, los insectos. Se enamoró de la pobreza porque la pobreza significa indiferencia por el día de mañana. San Francisco abandonó un día a su padre, besó otro día a un leproso, conversaba con los peces v las fieras. A su lado sus "hermanos" hacían piruetas, jugaban con los niños y entonaban canciones religiosas. Ese grupo de santos desconocía todas las limitaciones que nos asfixian a nosotros y sin embargo eran algo así como un ramillete de flores frescas y perfumadas. Yo me habría ido con él, acompañando al perro, al lobo, vestido con un sayal cualquiera, tendiendo la mano para recibir pan cuando tuviera hambre y bebiendo en los arroyos cuando tuviera sed. Yo no he estudiado la época en que apareció Francisco, pero juzgo que en ese siglo XIII, los hombres debían sentirse como nosotros fatigados de las grandes responsabilidades y mirar con horror al futuro. Y para librarse de todo ello, encarnaron en Francisco su nostalgia de la sencillez, de la naturalidad, y de la espontaneidad perfectas".
Así, pues, si bien en principio, daba yo mi aquiescencia al modo de pensar positivista y si renuncié a las creencias que habían alimentado mi adolescencia apasionada y tensa, no me encontraba satisfecho en los dominios positivistas. No podía abandonarme completamente dentro de ellos. Sentía dentro de mí la necesidad de encontrar una solución que diera a mi espíritu la libertad que había perdido y que permitiera a mi pensamiento desplegar las alas en la atmósfera a que estaba ya habituado.
Tratando, pues, de satisfacer esa necesidad me entregué a estudios desordenados y febriles. Leía cuantos libros caían en mis manos en aquel rincón de la América que era mi ciudad natal y donde las posibilidades no eran muchas sobre todo en aquellos años, en que no existían las editoriales que hoy difunden por todo el continente las producciones del pensamiento humano. Traté de encontrar por mí mismo el camino que buscaba. Y casi sin darme cuenta de ello, me encontré transitando por los senderos de una filosofía de la vida.
* * *
No soy, pues, un profesional de la filosofía. No he seguido cursos especializados, ya que los estudios que hice en la universidad fueron estudios de derecho. Soy un autodidacta, como muchos de los hombres de mi generación. Es decir, que no es la filosofía para mí el resultado de una elaboración académica, sino más bien el fruto de una urgencia vital. Fue buscando un sentido para mí existencia, una significación para mi vida, que me vi forzado a entrar en los vastos dominios filosóficos.
Por eso, probablemente, es que no puedo considerar la filosofía, como muchos pensadores la hacen, como una disciplina indiferente a los problemas de los hombres. Claro está que en el plano de sus investigaciones s más rigurosas, en el análisis de sus aspectos más especializados, exige la filosofía, como todas las disciplinas del pensamiento, una labor de sutileza analítica, una especie de deshumanización sublimada de la especulación. Pero la filosofía en sí misma, en sus contenidos esenciales, es para mí algo que interesa fundamentalmente a todo hombre. Este es, en su esencia, un ser enigmático. En cuanto empieza a pensar un poco profundamente, tiene que sentirse a sí mismo como un problema. Su destino, no lo pueden definir ni las ciencias ni las artes. Sólo la filosofía al darle una concepción de su ser puede proporcionarle el conocimiento de su propia posición en el mundo.
Creo que esa convicción mía ha tenido dos manifestaciones en mi producción filosófico - literaria. Desde luego un interés por la actividad filosófica en los pueblos latinoamericanos. Y en segundo lugar una tendencia a lo que podía llamarse un filosofar por vía estética.
En la actualidad, nadie discute ya la existencia de actividades filosóficas en América Latina. Sin embargo, hace veinte años la idea de una investigación en torno a esas actividades parecía por lo general, si no pretenciosa bastante discutible. Cuando en 1939 publiqué en Río de Janeiro mi libro titulado Filósofos brasileños, que Francisco Romero incluyó en 1943 en la Biblioteca Filosófica de la Editorial Losada, se produjo en el Brasil una polémica en torno al tema. En la introducción a ese libro preguntaba yo si existía una filosofía latinoamericana y respondía en los siguientes términos:
"El fino y cultísimo escritor don Alfonso Hernández Catá me decía hace algún tiempo, conversando a este respecto, que pretender que nuestros pueblos fueran capaces de filosofar sería negarles uno de sus más bellos atributos: su juventud. La filosofía, añadía, es una actitud posible sólo en los pueblos que han llegado a la madurez del espíritu, y que, por lo mismo, cuentan con hombres capaces de una continencia absoluta del pensamiento y la América Latina no se encuentra ni puede encontrarse en esas condiciones.
"Hernández Catá está en lo cierto si se entiende que la historia filosófica de un pueblo se refiere sólo a las creaciones de nuevas actitudes teóricas frente al universo y frente a los valores de la vida.
"De una filosofía latinoamericana en ese sentido realmente no es posible hablar. Si no fuera porque tenemos mentores europeos, nuestro pensamiento se deslizaría aún muy poco por encima de las inquietudes y preocupaciones de la existencia inmediata. La opinión de los críticos es unánime al respecto: como en la casi totalidad de las otras manifestaciones del espíritu, en filosofía no hemos creado nada nuevo.
"¿Será que, como decía Tobías Barreto, refiriéndose al Brasil, los pueblos latinoamericanos no tienen cabeza filosófica? ¿Nunca surgirán entre nosotros cerebros capaces de levantarse hasta la altura de los grandes pensadores europeos? Es un hecho que hay pueblos que, a pesar de poseer potencia espiritual para la creación artística, para la pasión religiosa o para la iniciativa política nunca han dado contribución propia apreciable en el terreno filosófico. Los pueblos ibéricos pertenecen a esa categoría.
"¿La América Latina habrá heredado esa falta de aptitud especulativa? Nadie puede saberlo. Sólo la historia dirá si eso es así o no.
"Entretanto, es evidente nuestra incapacidad creativa actual. Parece que vivimos demasiado mezquina o demasiado desbordadamente para que nos sea posible encerrarnos totalmente en las elucubraciones abstractas.
"Sin embargo de ello, no se puede negar que hay en la América Latina un pensamiento filosófico y que no solamente nuestros espíritus sino también nuestros actos están impregnados de significación filosófica. ¿Cómo explicar esa aparente contradicción?
"Todo pensar filosófico tiene dos aspectos: uno que es de asimilación de las ideas ajenas y otro que es de creación. Ambos son necesarios. La creación abre rumbos nuevos. La asimilación los conserva y evita los errores del futuro. La creación enriquece el pensamiento. La asimilación lo incorpora a la vida humana.
"Por eso, si bien sólo Aristóteles o Kant podían rigurosamente referirse a "sus filosofías" porque fue en su cerebro que éstas aparecieron por primera vez, cada hombre por humilde que sea, puede hablar de la suya, por mucho que ella provenga más o menos directamente de Aristóteles o de Kant.
"Por eso es, pues, que hay una historia de las ideas filosóficas que no se limita a la historia de las "creaciones", sino que estudia los incidentes de su asimilación en los diferentes pueblos y épocas; una historia de la penetración del pensamiento abstracto en los repliegues de la vida concreta, humana cotidiana. Una historia en fin, que muestra el grado de comprensión, la capacidad de asimilación en las diferentes épocas de un pueblo y el grado de su sensibilidad espiritual.
"En este sentido puede hablarse legítimamente de una historia filosófica latinoamericana".
Es dentro del marco de esas ideas que más tarde y a pedido del propio Francisco Romero, escribí mi libro sobre La filosofía en Bolivia, también publicado por la Editorial Losada y más recientemente El pensamiento boliviano en el siglo XX, que acaba de aparecer en el Fondo de Cultura Económica de México.
La otra tendencia que el convencimiento de que la filosofía obedece a una necesidad vital produjo en mí, se refiere más que al contenido de la filosofía misma a su forma de expresión.
Yo creo que desde este punto de vista, pueden los filósofos ser divididos en dos grandes grupos. De un lado aquellos que hacen la exposición de sus ideas en una forma no solamente literaria, en un lenguaje accesible, en un estilo que tiene las elegancias de lo artístico, sino también utilizando los símbolos, los mitos y todos los recursos de lo estético. Estos filósofos pueden ser colocados entre los escritores que enriquecen las galerías literarias de los pueblos. El más grande de todos es Platón, cuyos diálogos tienen una construcción y una forma que hacen de ellos obras maestras de la literatura universal. A esta categoría pertenecen Pascal, Schopenhauer, Nietzsche, Bergson y otros más que ustedes conocen perfectamente, sin olvidar además que en sus orígenes el pensar filosófico fue un pensar poético, como lo demuestran el Bhagavad-Gita y los poemas de Empédocles o de Anaximandro.
Del otro lado están los filósofos que desnudan su pensamiento tratando de darle una forma tan escueta de expresión, que el lenguaje es frecuentemente torturado, disciplinado, castigado por ellos hasta no ser sino el esqueleto de las ideas que contiene. El afán de precisión, la urgencia de exactitud hace inclusive que inventen terminologías que son de su exclusiva propiedad. En esta clase de escritores puede la expresión tener la transparencia y la concentración de las fórmulas matemáticas, pero puede también conducir a retorcimientos que son difíciles de seguir y que los encierran en una armadura de tecnicismos, haciéndolos casi inintelegibles. El prototipo de esta clase de filósofos es Hegel.
Personalmente, aspiro a ser del primer grupo. No porque me considere dotado de cualidades artísticas, sino porque, tanto en la enseñanza universitaria, como en la actividad literaria, he buscado siempre la ubicación de las ideas en la entraña misma de las inquietudes de las gentes. Me parece que toda filosofía debe expresarse con claridad y ser accesible al mayor número de personas. Por eso, no he escrito nunca un tratado. He usado el diálogo que, poniendo frente a frente las opiniones de los interlocutores, más que dar una lección, trata de provocar el planteamiento de los problemas. Mis trabajos han tomado la forma del ensayo. Me atraen los mitos. Me gusta reforzar mis argumentos con las aportaciones de los poetas. Y sinceramente me parece que esto no obedece a una incapacidad abstractiva, sino a una necesidad de sentir mis ideas en contacto con los problemas vivientes de la existencia.
Sin embargo, esa tendencia que encuentro en mí mismo no significa en modo alguno que yo considere más valioso un grupo de filósofos que el otro. Nadie osaría juzgar el valor de las ideas por los términos en que ellas son expresadas ni medir la profundidad del pensamiento por la contextura de las formas que llegan a perfilarlo.
Tampoco quiere esto decir que yo confunda la filosofía con el arte. En esto soy definitivo. Yo creo que una y otra son actividades esencialmente distintas y que tienen objetivos diferentes. La filosofía trata de buscar la verdad. El arte tiene como fin la creación de la belleza. El arte en cuanto tal no puede añadir nada a la filosofía en sí. Los dos pueden colaborarse. Un filósofo puede ser un artista. Y normalmente los grandes poetas tienen una poderosa disposición filosófica a la cual dan expresión en forma estética. En general, pienso que la elevación que da la vida del arte está acompañada en sus exponentes de aptitudes especulativas. Por eso es que todo gran artista tienen un mensaje. Mis ideas a este respecto las expresé en un ensayo titulado Tito Yupanqui, que es un estudio sobre la personalidad de un escultor indígena de Bolivia, en los siguientes términos:
"Indudablemente el fin del arte es la creación de la belleza, como dicen los estetas, pero eso no significa que el artista sea indiferente a desdeñoso para todo lo demás. Por el contrario, desde el momento en que el artista es un espíritu sensible, profundo y humano, al amar al arte no puede ser ajeno a nada que no sea grande entre los hombres. El amor a la belleza lo ennoblece y por lo mismo lo hace inclinarse ante todo lo que es noble".
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Pero volvamos a las confesiones. Decía antes de la digresión que acabo de hacer, que esforzándome por escapar de la concepción positivista que la Universidad me había impuesto traté de hallar un camino para mi espíritu insatisfecho. La primera salida que encontré para librarme del riguroso cientifismo positivista fue mi contacto con los Pensamientos de Pascal. Y particularmente con aquel que creo que está en la médula misma del espíritu del solitario de Port Royal y que dice: "El corazón tiene razones que la razón no comprende". Pascal, colocado ante el racionalismo que Descartes había impuesto a su tiempo, descubrió con esa admirable observación, que somos ante el mundo no solamente una inteligencia que investiga, que raciocina, que busca por los caminos de la lógica los fines que le han de orientar en su destino. Pascal mostró que la razón es una de las manifestaciones de la grandeza del hombre, pero no la única. Que al lado de ella hay algo que permite al hombre contactos con la realidad que no son los puramente racionales. Como ustedes saben, Pascal trató de mostrar las limitaciones de la raz6n, las miserias de la existencia, las contradicciones de la voluntad, y sobre todo la angustiante amenaza de la muerte, para conducir a los hombres a los pies de Dios, no del Dios de los geómetras, sino el Dios vivo de Abraham, de Isaac y de Jacob.
Este pensamiento de Pascal comenzó en mí la destrucción del dogmatismo positivista.
Otro pensamiento de Pascal que me impresionó profundamente fue aquel que dice: 'El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña que piensa. No es necesario que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero aun cuando el universo lo aplastara, el hombre sería más noble que aquello que lo mata, porque él sabe que muere y la ventaja que el universo tiene sobre él; el universo, en cambio, no sabe nada de eso". Este contraste entre, por un lado, el hombre plenamente consciente de sí mismo, capaz de medir las inmensidades del mundo y de ver venir con lúcida mirada la aniquilación de la muerte, y, por otro lado, la masa del mundo, aplastante, ilimitada, pero ciega como una potencia oscura, era una afirmación de la incomparable dignidad del hombre, que tuvo sobre mí un efecto decisivo.
Pascal me condujo al descubrimiento de que el hombre no puede en sus relaciones con el mundo satisfacerse con los esquemas de la ciencia; que su ser desborda los marcos estrechos en que ésta trata de encerrarlo como una cosa entre las cosas.
Sin embargo, no me hice pascaliano. Soy un racionalista convencido. Además, son demasiado efectivas las realizaciones de la ciencia para desconocer su inmenso valor para la existencia humana. Ella ha ensanchado de una manera tan prodigiosa los límites de nuestro conocimiento del mundo, ha permitido tan estupendas hegemonías del hombre sobre la naturaleza, ha introducido tales cambios en las estructuras de la vida individual y social, que sería absurdo tratar de negar su decisiva importancia. El hombre sólo podrá avanzar en la realización de su destino en la medida en que la ciencia le permita dar solución a los problemas que la existencia le plantea.
No me hice, pues, pascaliano, aunque gracias a Pascal pude comprender que el hombre no agota su ser en la existencia puramente biológica, en la realidad puramente natural, como quería el positivismo. Me di cuenta de que el hombre no solamente es el último eslabón de la cadena zoológica sino que por la magia de su espíritu es capaz de oponer un mundo propio al mundo exterior.
Además, Pascal colocó mi pensamiento ante el tema que correspondía a su preocupación más íntima y esencial: el tema del hombre. Meditando a Pascal comprendí, en efecto, que para mí la filosofía debía ser sobre todo una meditación en torno al hombre.
Por eso, cuando un poco más tarde, se produjo mi encuentro con el libro de Rodolfo Eucken titulado El valor y la significación de la vida del hombre, ese encuentro fue decisivo. Aclaró completamente para mí el sentido de mis preocupaciones. Como es sabido Eucken, que pertenece con Simmel y Dilthey al movimiento alemán de la filosofía de la vida y que fue maestro de Scheler, es por excelencia el filósofo del espíritu. En el libro citado y en otros como La lucha por la vida espiritual y El hombre y el mundo, Eucken muestra cómo el hombre, por el espíritu, pertenece a un mundo diferente del mundo animal, pone de manifiesto cómo el espíritu instaura un orden con sentido propio, un orden que da un valor trascendente a la vida, ya que para imponerse enfrenta las resistencias de lo puramente natural. No es éste el lugar para hacer una exposición de la filosofía euckeniana. Para los fines de esta confesión basta con que diga que gracias a su conocimiento, mi pensamiento llegó a adoptar su posición filosófica definitiva, que me parece que puede considerarse como un espiritualismo de tipo realista, como un reconocimiento de que no podemos comprender el mundo sin el hombre; de que no podemos contentarnos con el dato inmediato; como una repugnancia, en fin, a aceptar que las técnicas científicas y las concepciones mecánicas pueden permitir un enfoque total de los problemas humanos.
El acceso a esa posición me permitió también llegar a una concepción precisa de lo que es realmente la filosofía, la cual, dentro del positivismo, como he dicho antes, se había convertido en una especie de divagación en torno a los problemas de la ciencia.
Creo que la filosofía es un saber que se diferencia fundamentalmente de la ciencia, porque ésta se orienta hacia el conocimiento de las cosas tal como ellas se presentan delante de nosotros. La ciencia toma las cosas en su realidad objetiva, trata de analizarlas, de encontrar sus secretos íntimos, sus relaciones mutuas. Ellas están ahí, con sus dimensiones propias, con su consistencia especial, con sus reconditeces. La ciencia puede medirlas, compararlas, observarlas e inclusive torturarlas. Pero nunca duda de su ser. El geólogo estudia la piedra como piedra; el matemático, el círculo como círculo; el teólogo, a Dios como Dios.
El filósofo realiza una subversión de esa actitud. La piedra, el círculo, Dios, la realidad toda, las actividades de nuestro cuerpo y de nuestra alma, las posibilidades de nuestro conocimiento y las modalidades de nuestra conducta pierden de súbito su consistencia efectiva y se convierten en problemas. La filosofía desconcierta al hombre ingenuo. La filosofía no considera las cosas en cuanto tales sino que se pregunta acerca de su ser mismo. Por eso es que al lado de la física hay una filosofía de la materia, al lado de la historia, una filosofía de la historia. Por eso puede haber una filosofía de la coquetería y una filosofía del cine. No es porque en esas filosofías se divague más o menos hábilmente sobre esos asuntos, sino porque en ellas se hace una averiguación radical acerca del ser mismo del objeto estudiado.
Creo firmemente que así concebida, la investigación filosófica es de importancia esencial para el hombre. En realidad, la civilización no comenzó sino cuando el hombre dejó de creer que la piedra era piedra, que el ídolo era ídolo, e hizo el descubrimiento desconcertante y fascinador de que por detrás de las apariencias, por detrás de las formas fugaces y circunstanciales había que buscar, aunque no se lo encontrase, algo permanente, algo absoluto, algo que fuera el ser mismo de la realidad. La historia nos dice que sólo entonces el hombre alcanzó su propia conciencia y se hizo apto para conocer el mundo y tratar de comprenderlo, es decir, para emprender la ascensión dramática de la civilización.
En la primera parte de este trabajo he dicho que mis ideas filosóficas pueden caracterizarse como un espiritualismo de tipo realista. Los términos son de una generalidad muy grande. Voy, pues, a tratar de hacerlos comprensibles ahora.
Desde luego, creo que en este mundo en que nos encontramos hay cuatro esferas de realidad, distintas, irreductibles, aunque estrechamente relacionadas entre sí: la materia, la vida, la conciencia y el espíritu. De esas esferas la que más me ha interesado y acerca de la cual he escrito algunas cosas es el espíritu, que para mí es el espíritu humano, que tiene sus manifestaciones esenciales en la ideación y en la valorización y que crea un orden absoluta y supraindividual.
He tratado de estos asuntos, particularmente, en tres trabajos titulados Los ídolos de Bacon, El mundo, el hombre y los valores y Todo ángel es terrible. El primero publicado en 1939, el segundo en 1945 y el tercero escrito en 1956 y que aparecerá en breve en la Editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Los ídolos de Bacon son un ensayo que escribí en un momento dramático de nuestro tiempo, cuando la invasión de ideologías irracionalistas y anti-intelectualistas parecía conducir a una orgía de pasiones y a un desenfreno de pensamiento.
Como ustedes saben, Francisco Bacon afirmaba que el hombre aspira a la verdad, pero que en la búsqueda le ésta es engañado por los fantasmas o ídolos que surgen de la naturaleza humana y social del hombre y que se interponen entre su pensamiento y la realidad, oscureciendo y deformando sus pensamientos. Bacon dividía los ídolos en cuatro grupos a los cuales daba nombres pintorescos: los ídolos de la tribu que nacían de la naturaleza del hombre en general; los de la caverna, que surgen de las interioridades del alma y del cuerpo individuales; los ídolos del foro que proceden de la vida pública y los ídolos del teatro que obedecen a la tradición y a las exigencias mentales del pasado. Bacon pensaba que el pensamiento debía purificarse de esos ídolos para llegar al conocimiento puro de la verdad. La actualidad de la teoría de Bacon me parecía tan grande que traté de adaptarla a la realidad del pensamiento contemporáneo. El ensayo consistía en una tentativa de remozamiento de la concepción baconiana, en un esfuerzo por mostrar las diferentes formas del error en nuestros días. He aquí unos párrafos de ese libro, que dan una idea de la inspiración que tenía, y que extraigo del capítulo sobre los ídolos de la caverna:
"Tenemos la impresión de que la claridad es una propiedad inherente al pensamiento y que las sombras místicas, las alucinaciones mágicas y demoníacas, la percepción confusa o caótica que encontramos en sus formas primitivas, son manifestaciones patológicas de la vida mental.
"Sin embargo, no es así. Esa visión pura de las cosas la ha adquirido el hombre como resultado de un prolongado y penoso esfuerzo de objetivación, de racionalización. Para crearla y mantenerla ha sido necesario todo el trabajo intelectual que nos ha precedido en la historia. El hombre no es racional, se hace racional.
"Originalmente el hombre es romántico, poético, mágico: confiere a la realidad atributos misteriosos, fantásticos. No sólo lo visible sino lo invisible es animado y vivificado por él.
"Aun los hombres que en el pasado nos parecen seguir los caminos más rigurosos e inflexibles del pensamiento, mezclaban sus luminosas especulaciones con imágenes aparentemente absurdas, de las cuales la inteligencia y la reflexión, no conseguían libertarlos. Sócrates con su demonio familiar, Pitágoras con su ocultismo aritmético, Descartes con sus sueños proféticos. Newton con sus extrañas teorías astrológicas, nos prueban el poderío que en nuestro pensamiento tiene esa tendencia animadora y humanizadora del mundo.
" El entendimiento humano —decía Bacon— parecido a un engañoso espejo que quiebra los rayos que surgen de los objetos y mezclan su naturaleza propia con la de las cosas, estropea, retuerce, por decirlo así, y desfigura cuantas imágenes refleja.
"El hombre se da cuenta de sus propios deseos y pensamientos, percibe la movilidad de su propia conciencia y la pujanza de su propia voluntad. Tiene una sorda sensación de la fuerza vital que sostiene su existencia, siente un bullir de energías indefinibles dentro de sí mismo. Y cuando entra en contacto con la naturaleza exterior; cuando ve obrar las cosas, creando, destruyendo, agitándose; cuando las amenazadoras, benignas o sonrientes, siente que esa realidad exterior, que las cosas todas están dotadas de una vida confusa, de una conciencia y de una voluntad semejante a las suyas; que una esencia sutil, diferente de las esencias materiales se encuentra en ellas. Le parece que su propia naturaleza no es sino una emanación de la que le rodea; que entre su persona y las cosas del mundo existe una especie de unión, de vinculación oculta, pero indestructible.
"Se diría que el hombre surgido de la naturaleza es incapaz de separar nítidamente los contornos de su propio ser y los del ser del mundo y que permanece ligado a éste por extrañas adherencias. No es, pues, por una arbitrariedad que las piedras, los árboles, los elementos, le parecen dotados de un espíritu propio. El espíritu humano tiene una tendencia a humanizarlo todo, a atribuir a los objetos que están cerca y a aquellos que se mueven en los confines del mundo, vida, sentido, intenciones humanas".
No solamente veía yo en la actualización de la teoría baconiana de los ídolos un fin de pura especulación sino también una contribución a la autenticidad del pensamiento latinoamericano. En ese sentido escribía yo en el libro:
"Spengler decía que en Latinoamérica no existe sino un conglomerado de pueblos de color de origen mongol o africano —que utilizan el pensamiento y la técnica de occidente, sin comprenderlos, únicamente para un día volverse, juntamente con los otros pueblos de color del mundo, contra Europa y aniquilarla. Es evidente la gran facilidad con que los latinoamericanos rendimos culto a los "ídolos" europeos que, conquistando a los hombres desde dentro, perpetúan imperialismos intelectuales que, casi siempre implican imperialismos económicos o políticos. Y si es verdad que no estamos maduros para la creación espiritual, es de esperar que contra lo que pensaba Spengler, el día en que los latinoamericanos podamos comprender lo que hay de meramente europeo y circunstancial en las ideas que Europa impone al mundo, el pensamiento humano se elevará a un nivel más puro y más universal que el que actualmente tiene".
Tengo sincero respeto por las otras formas del pensamiento místico y por determinadas filosofías irracionalistas. Sé que el hombre obra por las "razones del corazón" tanto como por las de la razón. Pero, para mí, el conocimiento de la realidad, sólo nos lo han dado hasta ahora la razón, la inteligencia y el análisis objetivo de los hechos. En cuanto la razón deja de ejercer su control, aun las "razones del corazón" se hunden en una maraña de impulsos, en un mundo tan confuso de sentimientos que pueden llegar a todos los extremos. Por eso, la salvación del hombre está en la firme y a veces dura lucidez de la razón. Las debilidades frente a ésta pueden ser gratas pero pueden también ser funestas.
* * *
Mi libro sobre El mundo, el hombre y los valores, es en realidad un trabajo de antropología filosófica. Apareció inicialmente, en l945, como una serie de artículos. Y luego fue publicado en un volumen en 1950. Después de un capítulo sobre el renacimiento del pensar filosófico y otro sobre "el mundo físico, la vida y el alma", dedicaba siete capítulos al estudio de la naturaleza del hombre. Su tesis era que éste instaura en el mundo una realidad diferente de la física, la biológica y la psíquica: la realidad espiritual.
El concepto de "espíritu" es equívoco dentro de la terminología filosófica. Se le aplica comúnmente a una forma sobrenatural del ser opuesta a la material. Para mí, el espíritu no es una sustancia. Es vida tan real y natural como la vida orgánica, como la vida psíquica, pelo de una estructura tal que se hace autónoma y capaz de sobreponerse a aquellas y dirigirlas hacia fines específicos, adquiriendo así una consistencia que le es propia.
Por el espíritu vive, desde luego, el hombre en el mundo límpido, universal y absoluto de las ideas, que le permiten, por un lado, concebirse como un yo, como una persona, y, por otro lado, contemplar las cosas como una totalidad. El universo no es para el hombre un conglomerado de objetos o una superposición de sensaciones. Sino una realidad coherente y objetiva. El hombre no está disuelto entre las cosas que lo rodean y entre las cuales surge como un ser singular y autónomo. Por el espíritu el hombre es capaz de concebir el ser recortándose sobre el fondo de la nada. Por el espíritu, el hombre puede determinar las relaciones existentes entre las cosas de la naturaleza y aprovecharlas en servicio de los fines humanos. Y así crear las ciencias y la técnica.
Pero la manifestación más admirable del espíritu humano es la instauración del mundo de los valores. Para mí, la naturaleza es por sí sola inexpresiva, no tiene un sentido que se manifieste en forma objetiva. En uno de los diálogos de mi libro Supay, uno de los protagonistas, afirmaba en ese sentido lo siguiente:
"Nos reímos de Don Quijote de la Mancha cuando de las ventas inmundas y de las mozas del campo hace castillos maravillosos y princesas encantadoras. Nos asombran cuando convierte un molino en un gigante o una labradora en una hermosísima dama. Pues bien, lo mismo que Don Quijote hacía en los campos desnudos de la Mancha y bajo el cielo azul y luminoso de Castilla, hacemos nosotros, los hombres, en el mundo. El mundo no es más que una danza de átomos, un juego de fuerzas ciegas, en que nada es bello ni feo, ni santo ni diabólico, ni verdadero ni falso. Venimos los hombres y todo se reviste de significación, de fealdad o de belleza, de santidad y perversidad. Y así de nosotros es que salen los paisajes y la belleza de los astros en la noche serena. Sin nosotros nada de eso existiría. Es necesario que haya una pupila que contemple para que las cosas que son apariencia, sean".
Es decir, que a mi parecer, el hombre en cuanto espíritu da existencia a un orden que está constituido por aquello que admira, que prefiere, que adora. Ese orden es el orden de los valores, que es tan real para el hombre como el orden de la naturaleza. Sus exigencias actúan en la existencia humana a veces con más energía que las exigencias de la naturaleza.
Los valores a mi juicio son absolutos. No están sometidos a la influencia de los estados psicológicos o a la mudanza de las circunstancias históricas o sociales. sólo puede concebirse una vida espiritual cuando se acepta que los valores son incondicionales y cuando se les atribuye un carácter universal. Nunca podrá el hombre sacrificar sus intereses vitales subordinados a la realización de un valor, si éste aparece como una imposición de la sociedad, susceptible de cambiar con las circunstancias.
Además sólo con la existencia de un mundo de valores permanentes es que el hombre puede dar a su conducta el sentido de verdadera libertad que se consigue cuando se obra obedeciendo a fines que no son únicamente los que han sido impuestos por un momento hist6rico o por una determinada situación social.
Ahora bien, este mundo de los valores, de las ciencias y de las técnicas, este mundo espiritual no lo encontramos sino en el hombre. Como una cosa frágil inclusive. La naturaleza es de una indiferencia total para los valores espirituales. En el hormigueo de los mundos y en la inmensidad de los espacios, el espíritu se alza trémulo y solitario.
Esta soledad en el mundo, le da al espíritu una dignidad inmensa. Le hace sentirse autónomo. Pero de esta soledad y de esa autonomía surge otra característica del espíritu que es a mi juicio muy importante. Su tendencia a la hegemonía. El espíritu exige del hombre la más completa e irrestricta adhesión. "Hágase la justicia aunque perezca el mundo"; "Quien a Dios tiene nada le falta"; "La verdad está por encima de todas las cosas", son fórmulas que expresan la exigencia incondicionada de lo espiritual, la necesidad de que todo debe sacrificarse a su realización. El espíritu perturba la inicial posición del hombre en su mundo antropocéntrico, proponiendo el establecimiento de un orden que está más allá de las cosas naturales y en contraste con lo inmediatamente dado. Da a lo humano un sentido que podríamos denominar nous—céntrico, porque lo hace girar en torno a lo espiritual.
He ensayado la exposición de estas ideas en un trabajo titulado Todo ángel es terrible, que aún está inédito [1959] y del cual he dado a conocer a la Sociedad Cubana de Filosofía dos capítulos, uno sobre la ciencia y otro sobre el arte. Adoptando como título un verso de las Elegías de Duino, de Rilke, he tratado en ese ensayo de mostrar que el espíritu puro exige del hombre la entrega total, la consagración exclusiva, el sacrificio de todos sus intereses cotidianos.
He aquí, por ejemplo, cómo explico en ese ensayo el aspecto pavoroso que hay en la ciencia:
"La ciencia produce una desantropomorfización de la realidad completamente deliberada. Crea mundos extraños, distorsionados, a veces terroríficos, dentro de los cuales nuestra propia realidad desaparece. Ha hecho retroceder los límites del universo hasta lo infinito. En medio del espacio y del tiempo inmensos, en un universo frío y ajeno a sus inquietudes, el hombre siente su irreparable pequeñez y su insignificancia. Convertido en una unidad estadística, en factor desdeñable, dentro de los procesos biológicos, sociológicos e históricos, el individuo es despojado de los atributos que a sí mismos se concede en la vida real y de los cuales se envanece. Pascal expresó ese sentimiento de desolación y de pavor cuando dijo: "El silencio eterno de los espacios infinitos me espanta". Y cuando añadió: "No veo sino infinitos por todas partes, que me encierran como un átomo y como una sombra que no dura sino un instante sin retorno".
He aquí algunas consideraciones sobre la religiosidad:
"La religiosidad le permite al hombre experiencias de una intensidad y de una riqueza excepcionales. Da a la totalidad de la vida una trascendencia cósmica. A diferencia de la ciencia que presenta un mundo esquemático, desprovisto de color y de valores, la religión pone al hombre mismo, con su rica intimidad, en contacto con una realidad que está llena de sentido. El mundo religioso produce, por eso, en el hombre una apasionada atracción, un entusiasmo fervoroso que envuelve todo su ser.
"Pero precisamente de ese predominio sobre la personalidad, de ese poder de integración que tiene surge el dramatismo intenso de lo religioso.
"Al hablar de dramatismo, no me refiero a las luchas religiosas que han ensangrentado a la humanidad. Esos conflictos pertenecen a la historia política. Me refiero a ese esfuerzo profundo y permanente, tan profundo y permanente como la religiosidad misma, que lleva a los hombres a insurgirse contra sus propios dioses. La rebelión de los ángeles es acaso el símbolo místico de ese forcejeo que la humanidad realiza para librarse del poderío de lo sagrado. Epicuro cantaba las proezas que, según él, realizaba la filosofía al alejar los dioses de los asuntos humanos y al libertar al hombre del temor religioso. Nietzsche proclamaba con júbilo que Dios había muerto y que el hombre estaba sólo y sin amos en el mundo. El Goetz de Sartre que declaraba: "Yo he decidido solo el mal; solo, yo he inventado el bien; si Dios existe, el hombre no es nada; si el hombre existe, Dios no existe", trataba también de sacudir el sentimiento de infinita pequeñez que le produce la posibilidad de lo divino.
"Esas reacciones, esas luchas se deben a que aparte de los contenidos salvadores, magnificantes de lo humano, hay en la religión un aspecto angustiante y terrible.
"La esencia misma de lo sagrado posee ese doble carácter. Rodolfo Otto, en su libro sobre Lo santo, lo ha mostrado de una manera luminosa. Según Otto, lo sagrado, lo santo, se presenta siempre con los aspectos de lo fascinante y de lo tremendo. El aspecto fascinante reside en aquello que el objeto sagrado tiene de atractivo, de deslumbrante, de embriagador, en la transfiguración y en el éxtasis que produce. Hay en la religión una captación de sentido para la vida, una promesa de plenitud espiritual que atraen irresistiblemente al hombre. Este siente la necesidad de unirse a lo divino y de hacerlo suyo. "El misterio no sólo es para él maravilloso —dice Otto— sino, además, admirable; de suerte que el efecto del numen que conturba y trastorna los sentidos, arrebata, hechiza y a menudo exalta hasta el vértigo y la embriaguez". Pero del mismo modo que seduce y atrae, el objeto sagrado se presenta como terrible y amenazador. Los dioses son originariamente crueles, violentos, duros, dominantes. Ejercen un inmenso poderío sobre los hombres y las cosas, desencadenan sus pasiones con la espantosa furia de los elementos naturales. Su cólera barre a los hombres como el huracán las briznas de paja, su exclusivismo no admite rivales. Por eso lo religioso tiene también su aspecto tremendo y sus exaltaciones van acompañadas de un pavor singular, de ese pavor que Otto llama numisoso "estado de angustia y sentimiento de infinita humillación".
Parecido dramatismo, parecida exigencia de subordinación y de sometimiento encontramos en los mundos del arte y de la moral. Los hombres para la realización pura de los fines éticos y de los fines estéticos tienen que renunciar a todo lo que no conduzca a esos fines, prescindir de todo lo que constituye las dispersiones de la existencia natural, y concentrar su voluntad y sus actos en el cumplimiento de esos fines.
Ya Klages sostuvo que el espíritu era el enemigo de la vida. "Todo lo que llamamos cultura —escribía— educación, civilización, tendrá que comparecer un día ante el juez infalible Dyonisos". También Ortega y Gasset afirmaba que el tema de nuestro tiempo es la rebelión de lo vital contra la hegemonía del espíritu. "Don Juan se revuelve contra la moral—decía—porque la moral se había sublevado antes contra la vida. Sólo cuando exista una ética que cuente, como su norma primera, la plenitud vital, podrá Don Juan someterse. Pero esto significa una nueva cultura: la cultura biológica. La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital".
¿Es posible renunciar al señorío del espíritu y retornar en busca de normas a las profundidades oscuras de lo vital? ¿Es posible una subversión de los valores espirituales? Yo creo que el hombre no puede, por recelo al rigor de las exigencias nous-céntricas, abandonar el camino que éstas le señalan. El espíritu constituye un esencial compromiso de su ser y el deber más grave y fundamental de su existencia. El hombre sólo renunciando a su destino podría detener el incoercible, inmenso y lúcido impulso de las exigencias espirituales. Las ideologías naturalistas de nuestros tiempos con sus tendencias a subordinar, aunque sea en parte, los valores del espíritu a los vitales, han producido experiencias que son suficientemente ilustrativas para que la conciencia pueda aceptarlas.
¿Cómo llegar entonces al equilibrio entre la vida y el espíritu? ¿Cómo conseguir a la plenitud viviente y profunda de la realidad humana?
Yo creo que el verdadero camino es el amor.
* * *
El tema del amor parece extraño a nuestra época. No nos referimos, claro está, al erotismo, que es en la actualidad, preocupación casi obsesionante de las gentes. Sino al amor como fuerza de abnegación entre los seres. Los psicólogos y los sociólogos parecen ignorar su existencia. Sin embargo, no siempre ha sido así. Empédocles afirmaba que en el universo lo que unía a las cosas era el amor y lo que las separaba el odio. Para Platón, el mundo estaba constituido por un sistema de categorías dentro del cual los seres de los planos inferiores aspiraban a elevarse a los más altos y avanzaban hacia ellos impulsados por el amor. En la Edad Media, Escoto Erigena sostenía que el amor de Dios era el principio del "movimiento circular de la naturaleza". León Hebreo afirmaba que "los metales y las piedras, engendrados por la tierra, vuelven a ella porque la aman como el hijo a la madre y se aquietan en ella".
Sin ir a esos extremos, yo creo que el amor vence el dramatismo del espíritu y sus exigencias pavorosas. El amor es el mediador entre la vida y el espíritu. Para Platón, Eros no era ni un dios ni un hombre. Era un demonio. Para el cristianismo, el amor es Jesús y éste no es ni hombre ni Dios solamente. Sino el Dios hecho hombre. "No conoces a Dios sino a Jesucristo —dice Pascal—. Sin éste mediador desaparece toda comunicación con Dios".
Para mí, el amor no es propiedad del espíritu puro. Tampoco es un instinto, aunque algunos animales, en la dedicación a sus crías, y en el gregarismo, parecen presentir su existencia.
El amor surge como algo completamente nuevo in medio de las exigencias de la convivencia y las iluminaciones del espíritu. Es una fuerza humana y humanizadora.
Influye, desde luego, sobre las relaciones naturales del hombre. Los instintos, gracias a él, se enriquecen, se profundizan, se ennoblecen y sirven de fundamento a relaciones que establecen la comunidad humana en condiciones que tienen una significación y una plenitud incomparablemente superiores. En consecuencia las actividades sociales, la realidad sociológica del ser humano adquieren una espontaneidad que les da una fecundidad y una proyección infinitamente superiores a las que tienen por sí solas.
Pero el amor no solamente humaniza las inclinaciones naturales y los instintos del hombre, sino que humaniza también el espíritu haciendo que éste oriente sus potencias de perfección hacia la ayuda a los hombres.
El amor aparece en una etapa relativamente avanzada de la evolución humana. Originariamente predominan en las manifestaciones de la vida espiritual las tendencias hegemónicas a que nos hemos referido ya. Es la época de los dioses celosos y guerreros que defienden sus prerrogativas a sangre y fuego, exigiendo sacrificios y subordinación absoluta. Es la época de los cultos misteriosos, solemnes y crueles. Es la época en que las creaciones del arte, los templos, los edificios, los monumentos se hacen a costa de vidas esclavas y a veces como alardes del despotismo de un hombre o de una clase.
Las costumbres y las leyes son duras, con sanciones rigurosas que, como las de Talión, devuelven el mal por el mal con implacable equivalencia y en que la moral está hecha de prohibiciones y limitaciones tan severas que literalmente destilan crueldad. Es la época, en fin, de la ciencia mágica, del señorío de los sabios que se saben dotados de poderes misteriosos y terribles y que pueden decidir del destino de cualquiera.
Poco a poco el espíritu va disminuyendo sus tendencias hegemónicas y va siendo sometido a una influencia que lo suaviza, lo dulcifica, lo humaniza, dándole el carácter de una fecunda expresión de la vida y que va produciendo el equilibrio que le permite ennoblecer la existencia sin oprimirla. El espíritu se enriquece con nuevos contenidos y experimenta, por ello, grandes cambios y transformaciones. Es decir, que se va produciendo la penetración del amor en la realidad del espíritu.
En la civilización occidental es indudablemente al cristianismo que le corresponde el privilegio de haber dado a los hombres la plena conciencia de esa transformación y de haber convertido el amor en uno de los atributos más activos del espíritu. Pero evidentemente en todas las grandes culturas, el espíritu, en grados más o menos intensos, alcanza su sentido de humanidad, de fuente de satisfacción y de bienestar humanos, conforme una actitud amorosa se va manteniendo en él.
Finalmente, creo que el amor tiene modalidades diferentes a través del tiempo. Los griegos imaginaban el amor como la aspiración a lo perfecto. La concepción cristiana en cambio se orientaba hacia los débiles, los humildes, los sufrientes. Y hay a mi juicio una nueva modalidad que se manifiesta en las formas de las relaciones de la vida moderna y que consiste en un amor que denomino liberador.
El Eros helénico no solamente era una fuerza del corazón humano, sino una fuerza cósmica. El Dios griego no ama, porque es perfecto. Tiene todo. El amor, que es una marcha hacia las realidades ideales, no está dirigido primordialmente a la persona sino a lo que hay en ésta de valioso y de permanente. El objeto del amor no es entonces el ser humano propiamente dicho, limitado e imperfecto, sino lo que éste tiene de impersonal, de puramente espiritual. El amor descubre las cualidades que no pueden ser descubiertas sino por la mirada espiritualizante. De esta manera, el amor adquiere la categoría de una forma de conocimiento. El amor es un impulso de ascensión.
Muy distinto es el amor cristiano. El Sermón de la Montaña constituye una subversión completa de la perspectiva que el helenismo tenía del amor. No es el deseo de lo espléndido, de lo perfecto, no es la búsqueda de aquello que representa la radiante satisfacción de la belleza en sus terrenas manifestaciones, lo que para el cristiano constituye el verdadero amor. Por el contrario, el amor es el don de sí mismo, el sacrificio, la aproximación llena de misericordia, hacia la realidad humana con todas sus flaquezas, sus pecados, su fealdad y su miseria.
El hombre cristiano no trata de hacerse divino por el amor. Es más bien lo divino que, en una inaudita transmutación, desciende por amor hasta lo humano. Cristo viene, como un Redentor, hacia los hombres porque son necesitados, porque son pecadores y se identifica con el drama de sus vidas. Este "descenso" de Dios sería inconcebible para un griego. Y en efecto, Celso en la famosa polémica que sostuvo con Orígenes así lo dijo. Para el escritor romano, afirmar que Dios bajaba hasta los hombres constituía una imposibilidad absoluta. Contradecía a su juicio, los atributos que corresponden a la divinidad, tales como su inmutabilidad, su omnipotencia y el goce de su propia perfección. La afirmación le parecía a Celso tan descabellada que inclusive la encontraba blasfema. El amor cristiano no busca la belleza. Está dirigido a la realidad íntima del hombre, indiferente a las cualidades exteriores y a las formas físicas del mismo. Envuelve la plenitud del ser humano con su realidad carnal viviente y patética.
Sin embargo, el cristianismo ha asociado el amor con el sufrimiento. Por eso sus modalidades más características son la caridad y la piedad. Pero nuestra época no acepta la mística del sufrimiento. Los hombres se niegan a considerarla deseable y necesaria. El dolor tendrá que existir siempre como una consecuencia de nuestra debilidad, de nuestras limitaciones, pero no debe ser buscado, mantenido, cultivado como condición del amor. Por el contrario, éste deberá partir del supuesto de que el mutuo afecto y la cooperación pueden conducir a los hombres a "la realización de la verdadera felicidad terrena". De ahí que la modalidad del amor que surge en nuestros días se manifieste como una actitud optimista. como una disposición para utilizar los recursos disponibles en el manejo del mundo para el bienestar de todos los hombres, en suma, como un esfuerzo para la liberación del sufrimiento.
Esta modalidad del amor se manifiesta en los diversos campos de la vida contemporánea y en los movimientos de trascendencia social que se producen actualmente, palpitan sus impulsos, que por lo mismo, son una de las grandes fuerzas de la vida en nuestros días.
Conferencia pronunciada en La Habana en 1957. Reproducida en Tito Yupanqui. La Paz: Juventud, 1978.
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