EL ORIGEN DE LA FUERZA VINCULANTE DEL CONTRATO
Sumario
I. Introducción. El art. 1291 del Código Civil uruguayo. II. La autonomía de la voluntad.
III. ¿Por qué nos obligan los contratos? IV. ¿Hacia un cambio de paradigma?
I
Introducción.
El art. 1291 del Código Civil uruguayo.
Al hablar de «fuerza vinculante» o «fuerza obligatoria» en el derecho, lo primero que asociamos es la relación obligacional que surge entre dos personas que celebran un contrato, ubicando de ese modo al contrato dentro de las fuentes de obligaciones (1). Ello viene, como no podría ser de otra manera, de una norma jurídica que permite pensarlo así: «Los contratos legalmente celebrados forman una regla a la cual deben someterse las partes como a la ley misma» (art. 1291 Código Civil uruguayo (2)). Aristóteles lo explica con total transparencia: «...el contrato es una ley privada y parcial, y los contratos no sancionan ciertamente la ley, sino que son las leyes las que ratifican los contratos que están de acuerdo con ella. Y en absoluto la misma ley es un contrato, de tal manera que cualquiera que no lo cumple o lo viola, infringe las leyes» (3). Pero el concepto generalmente subrayado por nuestra doctrina civil no es éste, sino el de la potencialidad del contrato para obligar a las partes ―aun en su esfera privada― con la misma sujeción que la ley. No hay una intención, empero, del legislador en equiparar al contrato con las leyes, lo que se busca es dejar presente ―con una metáfora de sencilla significación de la ley― el grado de intensidad que tienen los contratos para comprometer a las partes. El art. 1291, generalmente sintetizado en las locuciones latinas pacta sunt servanda (lo pactado obliga) o contractus lex (el contrato es ley entre las partes), no es fácil de descifrar pues su contenido no corresponde a una función concreta y determinada que pudo haber dispuesto el legislador. Por tal razón, Gamarra dice: «La fórmula del art. 1291 no tiene, pues, una función propia. Es una declaración de principios, que parece más bien tener por cometido “impresionar” al deudor, señalándole la necesidad de cumplir, pero que ya estaba consagrada antes por otros preceptos del propio Código Civil, que definen la obligación y el contrato (arts. 1245, 1246 y 1247) e incluyen la coacción en los elementos esenciales de la obligación». Y en otro pasaje agrega: «Yo me pregunto si la norma del art. 1291 no resulta superflua o innecesaria (…), me parece que la supresión de este inciso 1º del art. 1291 no tendría consecuencias de ninguna clase para el sistema del Código Civil» (4). Con una perspectiva sistemático-legislativa que tan sólo evalúa la pertinencia de la norma en la estructura lógica del texto legal, Gamarra se limita a destacar los principios de irrevocabilidad del contrato por voluntad unilateral, de asimilación del contrato —en sus efectos— a la ley, y el de eficacia jurídica. Menciona también que «la fuerza vinculante del contrato entre las partes es un corolario del principio de la autonomía de la voluntad, y de esta manera se explica, asimismo, su ineficacia respecto de terceros» (5). De modo que la idea extraíble es que los contratos sólo tienen efectos jurídicos entre las partes que lo forman. Pero una visión estrecha conlleva un análisis estrecho. Gamarra nombra el principio de autonomía de la voluntad y lo desatiende, siendo el concepto de mayor relevancia que surge del art. 1291; más: es la médula de todo el derecho civil. Y si no atendemos a ello: ¿cuánto más podremos aprender en el derecho civil?
II
La autonomía de la voluntad
Frente a una relación social con intereses contrapuestos, con partes interesadas en obtener algún beneficio concreto; primando —por lo menos en una sola de ellas— un fin utilitario (práctico, económico), conciente o inconsciente, sobre la estima o el cariño posibles, se busca una protección al patrimonio que no dependa de los propios contratantes sino de una fuerza mayor, implacable, llamada Estado. Si no dejamos claro cuál es el contexto de la contratación no podremos continuar nuestro estudio, o por lo menos llegaremos a conclusiones irreales. En el derecho romano (Código IV, tít. X, 5) se refieren a la contraparte como «adversario» (6): así son las personas cuando contratan y no hay razón de ocultarlo. Comencemos, siquiera, con la misma lucidez que muestran los romanos.
1. Contexto histórico. El siglo XVIII logró concretar, por fin, los proyectos humanistas del Renacimiento. Hubo un ambiente fértil para la asimilación de las filosofías de la Ilustración, que fueron materializadas de alguna manera con la Revolución francesa. Pero lo que aquí importa es la codificación posterior, no sólo del Código Civil francés sino de todos aquellos que se procesaron durante el siglo XIX (incluido el nuestro), dado que absorbieron el principio de la autonomía de la voluntad (también llamada autonomía privada) como rector de la contratación. El pensamiento económico desde La riqueza de las naciones de Adam Smith en 1776, fue dominado por la doctrina del «laissez-faire», que «...suponía que el individuo normaba la vida económica y que podía disponer de todos los recursos, mientras que las acciones de grupo, las instituciones y los conjuntos eran considerados esencialmente como fuerzas no económicas, como perturbaciones del circuito de valores» (7). En efecto, era justificado el hecho de que cada uno tuviera la potestad de regular sus propios intereses; todos los individuos eran concebidos con la capacidad de gobernar sus propias vidas prescindiendo de cualquier autoridad que no emanara de ellos mismos (8). Sin embargo, lo que se ignoraba era que la intelligentsia más sobresaliente de la época tenía por objeto derribar la autoridad moral de la Iglesia Católica, fomentando el librepensamiento, la educación y la emancipación de la intimidad personal, algo muy distinto de lo que podría resultar de su aplicación social (especialmente en el régimen de la contratación).
2. Breve exposición crítica. Kant fue el hombre que más desarrolló el concepto de autonomía de la voluntad y por quien llegó a ser acuñado en el derecho. Sin embargo su definición no parece mantener demasiada relación para el ámbito de la contratación asumido por el derecho civil: «La autonomía de la voluntad —dice Kant— es el único principio de todas las leyes morales y de los correspondientes deberes. En cambio, toda heteronomía de la elección no sólo no fundamenta ninguna obligación, sino que se opone al principio del deber y a la moralidad de la voluntad» (9). El término «autonomía», etimológicamente, tiene su origen en 1702 y se deriva del griego autónomos, compuesto por nómos ‘ley’ y autós ‘propio, mismo’ (10): ciertamente la palabra tiene un contenido semántico referente a la ley, pero no hay razón suficiente para su conversión total al derecho. Lo que subraya el filósofo alemán es la autonomía como base de la moral, no de las leyes; es «el principio supremo de la moralidad» (11). En el mismo sentido, Pizarro Wilson ha demostrado que la fuerza vinculante del contrato basado en el principio de autonomía de la voluntad fue una equivocada interpretación de la filosofía kantiana: «En términos generales, puede señalarse que los redactores del Code, lejos de inspirarse en el supuesto dogma de la autonomía de la voluntad, hacen referencia a la moral y a la equidad para justificar la fuerza obligatoria del contrato (...). Para Kant, la autonomía de la voluntad tiene una significación ética (...). La coincidencia entre el deber y el móvil constituye una ley ética. La legalidad, en cambio, puede justificar el deber en un móvil distinto al arbitrio o voluntad del sujeto, tiene que ser “una legislación que coaccione”». Y finalmente concluye: «...para Kant la fuerza obligatoria del contrato se encuentra en el Ius (doctrina del derecho) y no en la pretendida autonomía de la voluntad. Ésta (...) constituye para Kant un principio de las leyes morales, mas no de la legislación o de los contratos» (12).
3. Supervivencia histórica. Sin duda el principio de libertad que habita en la autonomía de la voluntad (art. 1260 CC) es el que ha sobrevivido hasta nuestros días, y el que siempre ha obtenido un mejor asidero, pero claramente ha empezado a desvanecerse la idea sacra o mística que giraba en torno a él (13). Se advirtió que la contratación no podía ser un fenómeno realizado al mero capricho de las partes —como enseñan Planiol y Ripert— debido a que «...la iniciativa y el egoísmo de los individuos comprometen de modo grave, en el orden moral, político o económico, los intereses esenciales de la colectividad cuando éstos se abandonan a la arbitrariedad contractual (...). Los contratos se celebran siempre a impulso de necesidades frecuentemente imperiosas, o bien necesidades legales más o menos aparentes». Esto es: las contrataciones también son hechas por el común de la gente; no existe la fantasía de grandes colectividades dotadas de inteligencia, las gentes no tienen condiciones materiales (económico-sociales) suficientes como para poder acceder a ello (14). Luego prosiguen los autores: «La igualdad teórica de los contratantes al discutir los términos de los convenios es ilusoria en los individuos que, psicológica o económicamente, se encuentran en estado de inferioridad o aun de dependencia frente a la contraparte» (15). En suma: ni los contratantes son absolutamente libres para fijar el contenido de sus negocios, ni tampoco poseen igual poder negocial. Se derrumba la concepción, por lo menos en sus postulados esenciales, del liberalismo económico que suponía a la contratación deliberada de las partes eficiente y contribuyente al orden y equilibrio de la sociedad.
III
¿Por qué nos obligan los contratos?
Ante la pregunta que encabeza este apartado, debemos comenzar con la distinción entre obligarse naturalmente y obligarse jurídicamente. En el primer caso, clasificado doctrinariamente como «acto jurídico», mi intención es lograr un efecto práctico independiente del mecanismo legal que utilizo; busco la obtención de mi propósito con una volición indiferente al aparato coercitivo del Estado (efectos jurídicos). Pero en el segundo, conocido como «negocio jurídico» (16), mi volición tiende a coincidir con las consecuencias generadas, es decir, pretende recurrir a la fuerza coactiva del Estado. En ambos casos se obtienen consecuencias jurídicas (ingreso o egreso de normas privadas al sistema jurídico (17)), pero sólo en el segundo la voluntad concuerda —tendencial o cabalmente— con los efectos dispuestos por la ley. Hemos hecho esta precisión para mostrar la diferencia gradual entre obligarse de uno u otro modo, porque, según creemos, la pretensión de acudir al poder jurídico-institucional (Estado) es mayor en el negocio que en el acto jurídico, y por tanto la contestación posible a nuestra pregunta podrá mantener diversos niveles de significación.
Ahora bien: ¿me obligo porque quiero? Si dos personas están por celebrar un contrato, ¿podemos afirmar que quieren, realmente, vincularse asumiendo las reglas del régimen jurídico? La respuesta del derecho civil tradicional sería que al regir el principio de la autonomía de la voluntad las personas tienen libertad de decidir si contratan o no, de elegir con quién contratan y de configurar el contenido del contrato (las prestaciones) (18). Tres razones pueden esgrimirse contra ello. La primera: hay que observar el grado de aplicación que tiene este principio, es decir, si los contratos son frecuentemente formados con y por la autonomía de la voluntad (podríamos decir, si se quiere, con toda la pureza de ésta). Según la extensión de casos posibles (de contratación) en que ésta intervenga, podremos cuantificar su medida empírica y así evaluar si se trata o no de un principio teórico ajeno a la realidad (falso). En otros términos: ¿existe la libertad contractual? Cuando la gente contrata, ¿«ejerce» su autonomía privada? Ésta nos permite establecer libremente las cláusulas del contrato, pero tenemos un ordenamiento jurídico que prevé nuestra contratación y nos ofrece un modelo de contrato prefabricado —que, como se sabe, responde a un cúmulo de intereses determinados dirigidos a ciertas maneras uniformes de contratación (contratos nominados)— que nos facilita nuestro objetivo. Tales modelos no podrían haber sido incluidos en el Código Civil si el legislador no hubiera visto la trascendencia social de ello, esto es, si no se hubiera dado cuenta de que la mayor parte de la población busca eso al contratar. De modo que la libertad contractual, como afirma Messineo, «...concierne, no a la causa del contrato nominado (que es siempre una causa típica, fijada y reconocida por la ley), sino a la medida y a las modalidades de las prestaciones singulares, a la agregación o no de determinadas cláusulas, al tiempo de ejecución y otras análogas; esto es, (...) a la determinación de las cláusulas contractuales. Desde este punto de vista la libertad contractual encuentra su materia de aplicación en los contratos singulares» (19). Por lo pronto, si suponemos que el porcentaje de realización de este tipo de contratos (innominados) es pequeño, entonces no representa a la mayoría de la sociedad y no logra adquirir validez científica: el derecho está forzado, epistemológicamente, a depender de la realidad ya que parte de su verdad son las leyes activas en el mundo (20). Para Carnelli y Sarlo: «En términos de una teoría jurídica, (...) si de una nueva teoría no se derivan consecuencias prácticas novedosas, el cambio teórico resulta innecesario o irrelevante. De ahí que sea fundamental (...) esforzarse por encontrar hipótesis de aplicación práctica (...) que desafíen la concepción dominante, porque allí se pueden evaluar efectivamente las posibilidades de la nueva teoría» (21).
La segunda razón se apoya en las nuevas instancias de contratación. El «paradigma del contrato por negociación» —como le llama Díez-Picazo— o se está extinguiendo o bien empezando a diluirse para dar lugar al contrato de adhesión (22). Hoy en día «... un elevado porcentaje de los contratos realizados en nuestras sociedades implican relaciones directas con empresas cada vez más poderosas, frente a las cuales el contrato libremente acordado se torna un mito y las posibilidades de abuso aumentan» (23). Cuando la realidad golpea al derecho, a tal punto que este necesite cambiar su sistema, evidentemente se asiste a una crisis única, tanto sobre su estructura interna como desde su significación histórica (volveremos sobre esto más adelante).
La tercera y última razón quizás sea el ataque más duro al principio tradicional de autonomía de la voluntad. Se trata de la hegemonía quimérica que ha sujetado a las mentes de los civilistas mediante cierto magnetismo de nociones rimbombantes (libertad, igualdad, dignidad, etc.) permitiéndoles justificar relaciones contractuales incompatibles con la aplicación de la autonomía privada. Una de las seducciones más frecuentes que podríamos mencionar son los fundamentos éticos de la fuerza vinculante del contrato, donde se sostiene que el valor de la palabra y la buena fe de los contratantes (Recasens, Pound), el reconocimiento de la otra persona al celebrar un contrato con ella (Larenz) , operan como parámetros explicativos de la misma fuerza. Pero la propia inconsistencia de tales fundamentos hace que sean débiles y se resbalen hacia cualquier otro tipo de referente ético. El problema de estos criterios es que al ser manipulados argumentativamente, en última instancia, no son posibles de una disolución racional, y en efecto, llevan a creer que pueden ser «correctos en sí mismos» (25). Son actitudes inconscientes del relativismo epistemológico de su discurso; no hay nada más dependiente de la etapa de una cultura que los valores que posee. Como dice Russell: «Si deseamos lograr algún fin, el conocimiento puede mostrarnos los medios, y este conocimiento puede pasar por ético. Pero no creo que se pueda decidir si una conducta es buena o mala como no sea por referencia a sus probables consecuencias. (...) Todas las reglas morales tienen que ser examinadas en base a si alcanzan los fines deseados» (26).
Al momento de razonar desde la autonomía de la voluntad, Groisman —siguiendo a Habermas— recoge el siguiente argumento: «La arquitectura del sistema lo mantiene [al contrato] como acuerdo vinculante, en base a la denominada “falacia del referente”, donde se la define como “técnica que consiste en colocar una premisa formal, ficticia pero que aparece como indiscutida por su fuerza simbólica (iguales y libres) y luego deriva conclusiones que también parecen lógicas e irrefutables por su simbología (autonomía de la voluntad)» (27).
De nuevo: ¿me obligo porque quiero? ¿Obtengo la posibilidad de recurrir a la fuerza coactiva del Estado porque quiero? No; la fuerza vinculante (28) de mi relación contractual proviene del Estado, esto es, el poder que asegura el cumplimiento de las obligaciones no es mío, sino de un ente superior que parece estar a mi servicio. Asimismo, si elijo resolver mis transacciones a través del sistema jurídico, también paso a estar sometido por lo demás en alguna medida. Decía Foucault: «Para pensar el poder recurrimos a formas que se basan ya en un modelo jurídico (¿quién legitima el poder?) ya en un modelo institucional (¿qué es el Estado?)» (29). La fuerza vinculante del contrato es el poder del Estado en las relaciones normativas privadas.
Para concluír esta sección, diremos que los contratos nos obligan porque buscamos la eficacia jurídica, pero ésta en última instancia no depende de nosotros sino de la fuerza coactiva del Estado. La violencia resulta, pues, ser el instrumento generador de eficacia en las relaciones patrimoniales asumido por nuestra civilización (30).
Irresistiblemente, estalla la pregunta sobre el origen de tal violencia (la cual acarrea, naturalmente, un tema digno de profundas investigaciones que aquí tan sólo nos limitaremos a esbozar). Quien puede aproximarse a su elucidación, es Nietzsche: «Durante el más largo tiempo de la historia humana se impusieron penas no porque al malhechor se lo hiciese responsable de su acción, es decir, no bajo el presupuesto de que sólo al culpable se le deban imponer penas; sino, más bien, a la manera como todavía ahora los padres castigan a sus hijos, por cólera de un perjuicio sufrido (...). Pero esa cólera es mantenida dentro de unos límites y modificada por la idea de que todo perjuicio tiene en alguna parte su equivalente y puede ser realmente compensado, aunque sea con un dolor del causante del perjuicio. ¿De dónde ha sacado su fuerza esta idea antiquísima, profundamente arraigada y tal vez ya imposible de extirpar, la idea de una equivalencia entre perjuicio y dolor? Yo ya lo he adivinado: de la relación contractual entre acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia de “sujetos de derechos” y que, por su parte, remite a formas básicas de compra, de venta, de cambio, comercio y tráfico. (...) Entre acreedores y deudores; fue aquí donde por vez primera, se enfrentó la persona a la persona, fue aquí donde por vez primera las personas se midieron entre sí» (31). Si esta violencia es quizás «ya imposible de extirpar», entonces ya es parte de la autenticidad del ser humano. Una vez inmersos en esta dimensión especulativa resulta muy difícil perseverar en la fatigosa tarea de intentar dilatar esa violencia institucionalizada, pero hay quien tiene siempre esa ceguera necesaria para el progreso de la humanidad…
IV
¿Hacia un cambio de paradigma? (32)
Luego de la sanción del Código Civil varias leyes debieron ser promulgadas a los efectos de considerar problemas ausentes o incompletos en el sistema del mismo. Así, Berdaguer ha destacado: las normas del derecho del trabajo, las leyes de usura, la ley 8.733 de 17 de junio de 1931 sobre promesas de enajenación de inmuebles a plazo, la 15.799 de 10 de enero de 1986 de arrendamientos urbanos, la ley 17.250 de 17 de agosto de 2000 de relaciones de consumo y hasta un proyecto de reforma del Código Civil presentado por el mismo autor en 2006 (33). Hoy podemos agregar todavía la ley 18.159 de 30 de julio de 2007 sobre defensa de la competencia (34) y la 18.212 de 19 de diciembre del mismo año sobre usura (35). Estas últimas, sobre todo, constituyen el cambio más significativo en la legislación de los últimos tiempos, puesto que demuestran un giro que pone especial atención en la parte más débil de la relación contractual. En consecuencia, tales sucesos merecen aquí algunas reflexiones.
1. ¿Qué es un paradigma? Para Kuhn un paradigma es el lugar desde el cual la ciencia desarrolla y acumula sus conocimientos: es la Weltanschauung (36) que determina los modelos interpretativos (científicos) de la ciencia (37). «Lo que no se halla dentro del correspondiente paradigma es rechazado por ser “metafísico”, por no ser, propiamente hablando, científico. La aparición de anomalías dentro del paradigma no obliga, en los primeros momentos, a descartar éste: los conceptos y las teorías se reajustan, pero el paradigma se mantiene. Cuando las anomalías, sin embargo, son excesivas, se empieza a poner en duda la propia validez del paradigma adoptado —inconscientemente adoptado» (38). Reteniendo esta definición, pasamos a su cariz contractual.
2. «Anomalías» en el contrato. Importancia de la ley de relaciones de consumo. Evidentemente, el concepto de contrato ya no es el mismo. Como hemos apuntado (III § p.7), los contratos de adhesión aumentaron e impusieron al derecho, por su falta de regulación, la necesidad de nuevas actualizaciones. Particularmente, la ley 17.250 ha levantado algunas discusiones en la doctrina nacional: «... la ley de relaciones de consumo consagra un sistema especial, inaugurando la categoría contrato de consumo con características tan disímiles a las del contrato regulado por el Código Civil, que puede sostenerse la coexistencia de dos sistemas en materia de relaciones jurídicas patrimoniales» (39). Son dos sistemas que operan «con principios y valores incompatibles» (40). Si hay anomalías en las leyes, no puede negarse que asistimos a una situación extraordinaria del derecho. La ley tiene, para el derecho, el potencial de crear nuevos espacios argumentales, esto es, nuevas maneras de estructurar la validez del razonamiento jurídico —puesto que si el jurista quiere pensar en la realidad no puede omitir la fuerza semántica de la ley, que es, por su existir puramente en-el-mundo (41), su único referente de verdad. Ahora es posible pensar de otra manera frente a una cláusula abusiva de un contrato de adhesión; ésa es la trascendencia que tiene la ley de relaciones de consumo. Independientemente del objeto que regula esta ley, un efecto se expande en todo el mundo jurídico: es la apertura a nuevas formas de comprender las relaciones jurídicas (sociales). Desde nuestro punto de vista, podemos calificar la vigencia del derecho —sea éste una ciencia o disciplina social— según el caudal social regulado que contenga dentro de sí, esto es, hasta qué punto ha sido penetrado por las demandas sociales que devienen de los cambios coyunturales. Escribía Ortega y Gasset: «El hombre no ha logrado todavía elaborar una norma de justicia que no esté circunscrita en la cláusula rebus sic stantibus. Pero es el caso que las cosas humanas no son res stantes, sino puro movimiento, mutación perpetua. El derecho tradicional es sólo reglamento para una realidad paralítica. Y como la realidad histórica cambia periódicamente de modo radical, choca sin remedio con la estabilidad del derecho, que se convierte en una camisa de fuerza» (42). Para nuestro alivio, la nueva legislación parece mostrarse bastante lúcida al respecto.
No obstante, alguien podría decir que una primicia legislativa es un factor demasiado pequeño para un despliegue importante de consecuencias (teóricas, jurisprudenciales): pero no importa su «tamaño», sino la conciencia que pueda fomentarse en torno a él. El desarrollo de la conciencia es útil porque nos permite tomar mejores decisiones ante el surgimiento de nuevos problemas. Si el problema es que la contratación se halla en circunstancias complejas arrastradas por el estado general de la sociedad, la conciencia ayudará a plantear salidas, y seremos capaces de ver que «... el instrumento Código Civil carece del potencial solidarista que los nuevos tiempos impusieron, incorporando al sistema general: la lesión, imprevisión, tratamiento del contrato por adhesión y con cláusulas generales» (43). Tratemos, pues, de impulsar la socialización del derecho para hacerlo menos torpe y más útil.
Notas.
1. Precisamente, visto el contrato como fuente normativa, Caffera ha interpretado al art. 1291 del siguiente modo: «El art. 1291 del Código Civil uruguayo (...) es, evidentemente, una norma de competencia de ingreso (de creación) pues establece que dado un contrato se genera una norma jurídica. La posición de los sujetos frente a la “regla” o norma (primaria) que ingresa al sistema como consecuencia de la existencia del contrato y en virtud de la pre-existencia de la norma de competencia que es el art. 1291, es la situación de obligación» (Caffera, Gerardo: Una teoría del contrato, Montevideo, F.C.U., 2008, p. 33).
2. En adelante CC.
3. Aristóteles: El arte de la retórica, trad. española, Bs. As., Ed. Universitaria de Bs. As., 1966, p. 135.
4. Gamarra, Jorge: Tratado de derecho civil uruguayo, Montevideo, F.C.U., 1976, t. XIV, pp. 205 y 204.
5. Ibídem.
6. García del Corral cit. en Gamarra: op. cit. p. 203.
7. Zweig, Ferdinand: El pensamiento económico y su perspectiva histórica, trad. española, México D.F., F.C.E., 1961, p. 146.
8. Cfr. Caffera, Gerardo: Sujeto, responsabilidad y contrato. Los sistemas clásicos y las bases de un modelo neosubjetivo, en ADCU., Montevideo, F.C.U., 2005, t. XXXV, p. 609, para quien se ve allí al «sujeto clásico» del derecho civil, bajo un «modelo subjetivo individualista del contrato»: «El centro de toda la estructura es el sujeto y su voluntad. Si el sujeto piensa y quiere bien, es tutelado (contrato), si quiere mal, es sancionado (responsabilidad)».
9. Kant, Inmanuel: Crítica de la razón práctica cit. en Ferrater Mora, José: Diccionario de filosofía, Madrid, Alianza, 1980, t. I, p. 255 (énfasis agregado).
10. Cfr. Corominas, Joan: Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid, Gredos, 1973, p. 73.
11. Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres cit. en ibídem.
12. Pizarro Wilson, Carlos: Notas críticas sobre el fundamento de la fuerza obligatoria del contrato. Fuentes e interpretación del artículo 1.545 del Código Civil chileno, en Revista Chilena de Derecho, vol. 31, nº 2, Santiago, Universidad Católica de Chile, 2004, pp. 228-9 y 231.
13. No obstante, aún persiste su carácter dogmático como tendencia doctrinaria.
14. En países subdesarrollados como el nuestro, la mayoría de la población tiene aún menos posibilidad de acceder a un plano de contratación.
15. Planiol, Marcel y Ripert, Georges: Tratado práctico de derecho civil francés, trad. española, Habana, Cultural S. A., 1936, t. VI, pp. 28-9.
16. Cfr. Cafaro, Eugenio y Carnelli, Santiago: Eficacia contractual, Montevideo, F.C.U., 1996, pp. 10-1; Caffera: op.cit., pp. 41 y 46.
17. Cfr.: Caffera: op. cit. p. 31 (toda la obra en general maneja estas dos variables).
18. Dice Blengio: «La autonomía de la voluntad, entendida como un corolario del derecho a la libertad», es el poder que tiene cualquier individuo en regular jurídicamente sus relaciones» (Blengio, Juan: La autonomía de la voluntad y sus límites. Su coordinación con el principio de igualdad. Primeras reflexiones sobre un tema a discutir, en ADCU, Montevideo, F.C.U., 1997, t. XXVII, p. 395).
19. Messineo, Francesco: Doctrina general del contrato, trad. española, Buenos Aires, E.J.E.A., 1952, t. I, pp. 16-7.
20. Esta afirmación debería ser revisada en el sistema Common law (Inglaterra, EE.UU., Australia, India, etc.) donde se tiene a la jurisprudencia como fuente formal de derecho.
21. Carnelli, Santiago y Sarlo, Oscar: El principio de igualdad y la contratación del código civil, en ADCU, Montevideo, F.C.U., 2001, t. XXXI, p. 600.
22. Cfr. Díez-Picazo, Luis: Fundamentos del derecho civil patrimonial, Madrid, Civitas, 1996, t. I, p. 131.
23. Caffera, Gerardo: Autonomía privada: los cambios y las tensiones del presente, en López Fernández, Carlos, Caumont, Arturo y Caffera, Gerardo: Estudios de derecho civil en homenaje al profesor Jorge Gamarra, Montevideo, F.C.U., 2001, p. 98.
24. Cfr. Díez-Picazo: op. cit., pp. 124-6.
25. Así lo ha hecho, p. ej., Caffera (Cfr. Caffera, Gerardo: Una teoría del contrato, cit., p. 10).
26. Russell, Bertrand: Por qué no soy cristiano, trad. española, Barcelona, Edhasa, 2008, p. 92.
27. Groisman, Carlos: Crísis del sistema jurídico en Groisman, Carlos y Molla, Roque: Crísis del sistema jurídico. Algunas consideraciones acerca de la inviabilidad de la aplicación analógica de la ley de relaciones de consumo nº 17.250, en ADCU, Montevideo, F.C.U., 2005, t. XXXV, p. 721.
28. Que es justamente, como le llama Gamarra, la «juridicidad» del vínculo obligacional.
29. Foucault, Michel: ¿Por qué investigo el poder?, en Cuadernos de Marcha, Montevideo, año II, Nº 14, 1986, p.4.
30. En el derecho público, por ejemplo, la figura del Ombudsman es inútil porque no tiene poder coactivo. Por el contrario, en el derecho internacional, la legítima defensa reconocida como «inmanente» a los Estados (art. 51 Carta de N.U.) es tan eficaz que hoy justifica la muerte de miles de personas en Irak.
31. Nietzsche, Friedrich: La genealogía de la Moral, trad. española, Buenos Aires, Gradifico, 2006, pp. 68-9 y 77.
32. Asumimos aquí la perspectiva kuhneana sobre el desarrollo de la ciencia para hacer más didáctica la exposición, puesto que sería ocioso considerar el importante debate que ésta ha desatado. V. Popper, Karl: La ciencia normal y sus peligros en Lakatos, Imre y Musgrave, Alan (eds.): Crítica y el crecimiento del conocimiento, Barcelona, Grijalbo, 1975.
33. Cfr. Berdaguer, Jaime: Teoría de la imprevisión y lesión calificada. Fundamentación y comentarios del nuevo proyecto de ley presentado al Instituto de derecho civil, en ADCU, Montevideo, F.C.U., 2007, t. XXXVII, pp. 538-9 y 542.
34. Que expresamente «prohíbe el abuso de posición dominante (...) en el mercado relevante» (art. 2 inc. 2º).
35. La cual es, grosso modo, una ley de protección al más débil (Cfr. Gorfinkiel, Isaac José: La nueva ley de usura (Nº 18.212), en Tribuna del Abogado, Montevideo, Colegio de Abogados del Uruguay, 2008, Nº157, p. 11).
36. Palabra alemana compuesta, formada por Welt (mundo) y el verbo anschauen (mirar, contemplar) sustantivado con el sufijo –ung. Se traduce casi literalmente al español por «cosmovisión».
37. Cfr. Campagna, Ernesto: Desde la sociología del derecho al derecho en la sociología económica y la sociología política, Montevideo, F.C.U., 2006, p. 79.
38. Ferrater Mora, José: op. cit., t. III, p. 2487.
39. Molla, Roque: op. cit., p. 726.
40. Groisman: op. cit., p. 719.
41. Tomamos esta expresión del existencialismo para destacar el carácter exclusivamente empírico que tiene la ley —y por ello limitante— para cualquier actitud teorética en el derecho.
42. Ortega y Gasset, José: La rebelión de las masas, Madrid, Espasa-Calpe, 1981, p. 219.
43. Groisman: op.cit., p. 722.
Etiquetas:
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario