lunes, 10 de agosto de 2009

El intelectual (por Pedro Subirats Camaraza)

Hace pocas horas Pedro Subirats Camaraza, Catedrático de Filosofía Educativa de Puerto Rico, se sumó a este emprendimiento filosófico y quise traer hasta aquí un escrito suyo que resulta incisivo, afilado, cortante, removedor al estilo del cirujano...Se trata de una ponencia presentada en el congreso «The society of educators and scholars » celebrado en la Universidad Interamericana de Puerto Rico el 19 de marzo de 1997 y su titulo es..."El intelectual". Me prometo a mí mismo agregar un comentario. El texto fue extraído de...

http://cuhwww.upr.clu.edu/exegesis/34/subirats.html

EL INTELECTUAL
Pedro Subirats Camaraza

Me propongo reflexionar sobre el intelectual. Tal vez algún postmoderno descalifique, no sin razones, hablar de este concepto. Lo admito si aceptamos la deconstrucción de las nociones de «sujeto» e «identidad», en las que se funda tal vocablo. Sin embargo, todavía es útil usar la voz «intelectual» para referirnos a la identidad de unos sujetos que, históricamente, se han apropiado de esa condición. Por motivos puramente psicológicos de sentirse intelectual, o económicos de trabajar como intelectual, o sociológicos de formar parte de una casta diferenciada, el concepto hace sentido a la mayoría en esta Conferencia.

La reflexión abarca diversos asuntos. Comentaré sobre los orígenes históricos del intelectual, su uso del lenguaje, la vinculación con la verdad y autoridad, su propensión a la estupidez, el mercado del conocimiento y algunos postulados epistémicos que son cuestionables. No tengo la menor idea de cómo se puede concluir con este tema, y tal vez no se pueda, así que luego abrimos la sesión para los comentarios y miniponencias de ustedes.

El término «intelectual» provoca diversas reacciones desde la arrogancia hasta el desprecio, pasando por diversos grados de cinismo o indiferencia. Ocasionalmente el intelectual siente pudor y trata, en vano, de disimular el agrado que resuena en su interior cuando le llaman intelectual, en tono admirativo y respetuoso. Contribuye mucho la asociación del término con gente sabia, inteligente, profunda o de vasta cultura.

Las primeras noticias históricas del intelectual provienen de la época carolingia cuando era representado por los clérigos, aquellos sujetos que sabían leer y escribir, al contrario de los laicos, que eran analfabetos e indoctos, como se decía. Sólo la pertenencia a una orden religiosa institucional de monjes, de clérigos, o desde el siglo XIII, de frailes, daba acceso a las actividades intelectuales. Pertenecer a una escuela implica subordinar la enseñanza, el estudio y la prédica a revelar verdades, e imponerlas a otros, que es la función propia y esencial de la Iglesia. Por eso es la escuela --lo mismo la schola monástica de los siglos IX-XI, que la catedralicia del siglo XII, o la universitaria del siglo XIII-- la que fija las tareas, las bases y los modos de actividad del intelectual.

Desde sus raíces, el tronco del intelectual crece por la autoridad (auctoritas) que lo limita y por la tradición (traditio) que lo configura. Tanto una como la otra constituyen un conjunto de conocimientos y de certezas que, por su fuerza coactiva, se imponen desde afuera y desde lo alto, imponiendo una reverencia y sumisión absoluta. No sólo en función de las Sagradas Escrituras, sino en todos los decretos conciliares, los cánones, las normas antiguas, los textos de los Doctores de la Iglesia y los Padres; sucesivamente se añaden los filósofos profanos, colocados formalmente en un grado inferior, pero progresivamente dominantes, como ocurre con Aristóteles, desde el siglo XII y su comentarista Avicena. La tarea de los intelectuales consistía en leer los autores y comentarlos según esquemas lógico-formales predeterminados. La subordinación del intelectual a cánones de verdad y su función de transmitirla so pena de desacato celestial, aún pervive en las modernas aulas educativas, desde el 1er grado hasta la universidad.

Durante los siglos XV-XVI, surge la secularización de la cultura y la aparición de unas relaciones sociales y productivas diferentes en la base material de la economía. Es la primera decandencia de las universidades al aparecer estudiosos laicos, independientes de la jerarquía eclesiástica, que se reúnen en academias pensando y produciendo cultura al margen de las instituciones tradicionales. En este período del renacentismo y humanismo naciente, la figura y función del intelectual, como sujeto público, empieza a emerger de un nuevo estado de situación europea donde la sociedad burguesa se va constituyendo en hegemónica. La revalorización de la razón (que teóricamente se afirmó en la última fase de la filosofía escolástica medieval) se concreta en la revolución científica del Renacimiento, por la experimentación y el método, en un proceso que va desde Galileo, a Bacon y que se prolonga hasta Descartes. El intelectual aparece ligado a la construcción de una cultura cuyos símbolos ideológicos son la ciencia, progreso y razón, los tres bastiones del naciente positivismo y de la cosmovisión burguesa que cada vez dominaba más las fuentes productoras, en economía y cultura.

Con la obra de Julien Benda, La Trahison des clercs, publicada en 1928, se inicia una discusión formal y explícita, entre los propios intelectuales europeos, sobre su función e identidad. Benda es el trasfondo teórico a lo que Weber, Mannheim y Wright Mills pensaron sobre la intelectualidad como fenómeno sociológico. Este ensayo es una polémica muy interesante, en el sentido de que articula sus argumentos con los presupuestos de una metafísica platónica y una ética universalista que unía a todos los seres humanos en lazos valorativos comunes. Según Benda, los «clérigos» traicionaron ese presupuesto. Muchos pensaban que hasta el siglo 19 existían dos clases genéricas de seres humanos, los clérigos y los seglares, es decir, los segundos manejaban los asuntos de la vida social, pública o del Estado, aplicando la ciencia y el pensamiento en esos menesteres; y los primeros, tomaban distancia de fines inmediatos y prácticos, para ocuparse en regiones de la vida humana, vagamente caracterizadas por lo abstracto, lo contemplativo, lo inmaterial, incluso lo que es desinteresado. La traición de los clérigos a fines del siglo 19 consistía en involucrarse directamente en la vida política, asumiendo que la actividad intelectual era particularmente significativa en su relación con la política, el nacionalismo y fines de defensa racial.

Benda pensaba que la separación de ambos estamentos era requisito para la sobrevivencia de civilización europea; por tanto, los clérigos no debían inmiscuirse en la vida pública. Curiosamente, en la década siguiente, la segunda guerra mundial y el holocausto dieron un toque ominoso a las profecías del ensayista francés.

El ensayo de Benda fue revivido en 1990 y 1991 en los simposios celebrados en Munich, Viena y Oxford, convocados por Montefiore y Maclean para discutir la responsabilidad del intelectual con motivo de la unificación europea, ante el resurgimiento del neoliberalismo y la posibilidad de un nuevo discurso de la izquierda socialista. Pero estos debates asumen que el intelectual es una figura no sólo de gran respeto social por sus credenciales de pensamiento, sino que tiene un impacto en la marcha de la historia. Desde luego, tal noción es disputada, a veces ridiculizada, y no precisamente por gente de poco juicio intelectual. Entre las enciclopedias y diccionarios filosóficos que se han escrito, de los más entretenidos, por su originalidad y lucidez, son Diderot, Voltaire y Sabater. Este trío iconoclasta coincide en reirse del intelectual. Denis le dedica apenas tres columnas, diciendo que al intelectual se le concede la razón como al cristiano la gracia. La razón es esa inquietud que lo mantiene en movimiento: el intelectual sería similar a un reloj que se diera cuerda a sí mismo. Al igual que los demás seres humanos, también él anda a tientas, sólo que al avanzar en su camino es alumbrado siempre, cual antorcha, por la razón. Savater incluye el vocablo «intelectual» bajo la voz «estupidez», parafraseando a Carlo Cipolla, el historiador italiano, siempre provocativo con la frescura de su pensamiento. La estupidez humana es una antesala conceptual conveniente para entender al intelectual. Hablemos algo de ella a partir de las reflexiones de Cipolla, Pánniker y Ciorán, quienes han pensado hondamente sobre el estúpido, tal vez por haberlo sufrido, excesivamente, en la vida académica.

Cipolla dice que la gente más peligrosa para la felicidad humana son los estúpidos. Y nos previene de no confundir los estúpidos con los tontos, los que tienen pocas luces intelectuales. Los tontos pueden también ser estúpidos, pero su tontería y escasa brillantez les quita la mayor parte del peligro. En cambio, lo verdaderamente alarmante es que un Premio Nóbel, un destacado ingeniero, un prestigioso físico, o un filósofo, pueden ser estúpidos hasta el tuétano a pesar de su competencia profesional. La estupidez es una categoría moral, no una calificación intelectual: se refiere, por tanto, a las condiciones de la vida humana.

En la filosofía moral aristotélica aprendimos, de jovencitos (y no se nos ha olvidado), que toda acción humana tiene por objetivo conseguir algo ventajoso para el agente que la realiza. Podemos establecer cuatro categorías morales: primero están los buenos o sabios, cuyas acciones logran ventajas para sí mismo y para los demás; después vienen los incautos, que pretenden lograr ventajas para sí mismos, pero en realidad lo que hacen es proporcionárselas a los otros; y por último están los estúpidos, que pretendan ser buenos o malos, lo único que consiguen a fin de cuentas es perjuicios tanto para ellos como para los demás. La opinión del historiador italiano es que hay muchos más estúpidos que buenos, malos o incautos. Y que son más peligrosos. Primero, porque no consiguen nada bueno ni siquiera para sí mismos, y luego por aquello que dijo el sutil Anatole France: el estúpido es peor que el malo, porque el malo descansa de vez en cuando, pero el estúpido jamás. Aún peor, porque lo característico del estúpido es la pasión de intervenir, de reparar, de corregir, de enseñar, de ayudar a quien no pide ayuda, de curar a quien disfruta con lo que el estúpido considera enfermedad, etc. Cuanto menos logra arreglar su vida, más empeño pone en enmendar la de los demás, como acontece, particularmente, con los clérigos, pastores y maestros. En una ocasión, Lenín dijo que el comunismo eran los soviets más la electricidad. Aquí podríamos establecer que la estupidez es la condición de imbécil sumada a la pasión por la actividad.

Si la estupidez es mala en todos los estamentos humanos, entre los intelectuales alcanza una gravedad especial. Al final comentaré sobre su curación.

Pocos oficios reciben mayor ingratitud de sus propios practicantes que el oficio del intelectual. Esta especie humana sufre de una crónica insatisfacción. Se duele y se resiente del estado del mundo, de la educación, de las universidades, del conocimiento mismo, del malestar en la cultura, de la política, del sexo, de la ética civil, o de cualquier acción humana capaz de ser pensada o ejecutada.

La queja es su oficio peculiar. Y cuando alaba o aplaude, es inmediatamente reprendido por sus congéneres por no haberse dolido del objeto alabado. Esta condición de queja comporta los peligros de un estado permanente de doliente padecimiento.

No es tan fácil encontrar profesiones que tengan una propensión casi innata a poner en tela de juicio su propia legitimidad, su derecho a la vida. Cierto que se puede preguntar ¿para qué electricistas, o dentistas, o choferes, o militares, o abogados y banqueros...?, sólo que semejantes dudas no se plantean entre los banqueros, ni los generales, ni los juristas, mientras que la pregunta a propósito de los intelectuales figura entre las ocupaciones favoritas de los intelectuales mismos.

Y bien, ¿quiénes son los intelectuales? ¿Individuos aislados o integrantes de una capa social? Si se trata de esto último ¿puede hablarse de ellos homogéneamente? ¿Hay diferencias en cuanto al origen y la función ideológica que representan? ¿No es indudable que figuras enfrentadas con el poder -Sócrates, Galileo- han sido emparejadas con otras más apologistas -Hobbes, el último Hegel, Heiddegger-? ¿Es intelectual toda persona que vive de un intelecto cualificado, o existe una distinción entre técnicos o representantes de profesiones intelectuales, y aquellos que podrían ser «intelectuales-intelectuales»? ¿Hay alguna cualidad de la mente, o del intelecto, que cuando alguien la posee y la exhibe, se le puede asignar este vocablo? ¿Marca esa distinción la relevancia o no relevancia del intelectual en relación con el orden establecido, sea favor o en contra? Si así fuese, ¿hubiese dejado Einstein, por ejemplo, de ser intelectual si no hubiera interrogado públicamente por el futuro de la humanidad, la energía atómica, la paz, la ética, el socialismo y el misticismo, y se hubiese dedicado «simplemente» a revolucionar la física sin salir de los linderos de su laboratorio y academia? ¿Son sinónimos de intelectual los términos «científico, pensador, investigador, escritor, teórico, artista o ensayista? En definitiva ¿quiénes son, qué hace y para qué sirven?

Nadie discute que desde los tiempos de las sociedades primitivas viene existiendo un determinado grupo de personas especializadas en crear, producir, recopilar y administrar cierto tipo de objetos simbólico-culturales. La función de estas personas ha sido imprescindible para la estabilidad y el cambio de la sociedad. Tal es la primera clave que caracteriza un tipo de función especializada que se asocia al intelectual, es decir, el carácter mediador o productor de un símbolo. ¿Qué media o produce un intelectual? ¿Será acaso la palabra, como sugiere Wittgenstein, dando el giro lingüístico al pensar abstracto? A primera vista, tal parece ser el caso. Sin embargo, la palabra es sólo uno de los tantos instrumentos de mediación humana. ¿Será el caso que los intelectuales son productores del instrumento mediador, como plantea Kolakowski? Sigamos esta línea de razonamiento a ver a dónde nos conduce.

En las primeras fases de la división del trabajo los mediadores eran necesarios o útiles: llevaban mercancías
de un lugar a otro y se les pagaba por ello. Eran comerciantes en sentido físico de trasladar mercancías. No producían nada, pero resultaban indispensables a fin de repartir espacialmente lo producido. Con el desarrollo de la economía mercantilista y una mayor división del trabajo, los comerciantes podían quedarse en el mismo lugar para organizar su negocio a base de papel y lápiz. La riqueza deja de requerir formas físicas visibles y el dinero se separa progresivamente de sus formas materiales. Primero con el ganado, luego con el oro, después con papel moneda y ahora con impulsos eléctricos.

En la actualidad, la forma física de mi riqueza en capital es representada a través de una computadora en el banco (a propósito, no olviden que muchos hablan del conocimiento como fuente de capital o nueva riqueza de las naciones). Podemos comprar y vender impulsos eléctricos y con ellos especular, quebrar o enriquecernos, en una transacción invisible, abstracta, casi mágica.

En términos del mercado, hace siglos existen personas que no son intermediarios en el sentido antiguo, sino que tienen por objeto de su comercio la sustancia misma de la mediación, es decir, el dinero, concebido casi de modo metafísico. Banqueros, prestamistas, usureros, corredores de bolsa, prefiguran un fenómeno similar a lo que acontece con los intelectuales.

De modo similar al dinero, ocurre lo mismo con la palabra, es decir, el medio humano en virtud del cual intercambiamos mercancías espirituales y las transferimos («espiritual» no en sentido sacro-religioso, sino como un objeto de alto valor simbólico-cultural intangible). Históricamente, al lado de individuos cuyo encargo era confiar a la palabra informaciones, enseñanzas, órdenes, tradiciones, etc. -sacerdotes, maestros, profetas, heraldos, escribas- surge un estrato social para el cual la palabra representaba la materia misma de su labor, tal como el dinero para los banqueros. Poco a poco, la palabra se independiza, deja de ser un mero medio de intercambio y empieza a manejarse como un valor. La sustancia invisible de la palabra, el signficado, se consolidó como una esfera del ser independiente, capaz de ser referida funcionalmente a la transferencia de verdades, mentiras, sentimientos y deseos.

El poder se independiza antes que el dinero y la palabra, porque tenía que generarse previamente a partir de las funciones militares y organizacionales del estado moderno. Es la gran tríada instrumental de la comunicación y de la organización social. La moderna sociedad burguesa se alzó sobre esas tres columnas autonomizadas: poder, dinero y palabra. En cada uno de esos terrenos sigue avanzando ese proceso de autogeneración y automultiplicación, y los tres niveles que se encargan de elaborar esas sustancias invisibles -o sea, los expertos en dinero, los dentadores del poder y los constructores verbales, que son los intelectuales-. Gracias a ellos, el dinero engendra más dinero, el poder engendra más poder, y la palabra engendra más palabras.

La palabra es la seña e identidad del intelectual. Desde que Adán puso nombre a las cosas y acciones, aquello que era realidad perceptible sin palabras, no pudo seguir siendo la misma. La palabra no sólo funciona como sustituto de la cosa que nombra, es decir, en sustitución de lo real, sino que cogenera la propia realidad. La cosa misma (el objeto, la acción, el evento, el ente, el ser) es percibida necesariamente por mediación de la palabra. Las cosas son dentro de la red omniabarcadora del lenguaje. Es imposible, sin razonar en círculo, decir propiamente qué va primero para el conocimiento, si la palabra o la cosa, dado que la cosa ya se manifiesta perceptualmente en el sentido que le da la palabra. Nuestra mente no sólo refleja el mundo, sino que lo construye y proyecta.

Esta cualidad creativa del lenguaje, paradójicamente, ha sido la bendición y la maldición del intelectual. El lenguaje es productivo, no se limita a abarcar la realidad o el mundo, sino que anticipa lo posible, contempla lo irreal y aún lo imposible. En la gramática del lenguaje disponemos de formas interrogativas, de futuro, de modos hipotéticos, y en consecuencia, quien usa el lenguaje, con las fascinación persuasiva del intelectual, tiende a ponerlo todo en cuestión, el pasado, el presente y a sí mismo. La peculiaridad del lenguaje reside en que no sólo se ha independizado de su sujeto, como magistralmente captó Kubrik en 2001 Space Odissey con HAL, sino que es autorreflexivo. El dinero se hizo autónomo, pero no se pone en tela de juicio. La palabra sí. Ya lo dijo el mismísimo Dios, o su amanuense, en el capítulo doce del Eclesiastés: «Faciendi plures libros nullos est finis», no hay término en la generación de libros.

El intelectual, el amo de las palabras, el domesticador del lenguaje, el manipulador de la palabra, puede generar mundos posibles o desbaratar mundos ya habitados, en virtud del potencial creador o destructor del lenguaje. Dicho de otro modo: el potencial creador -o demitificador- de la palabra reside en su capacidad de alterar la percepción del mundo, de poner en duda lo conocido, de tomar distancias de la realidad social que la genera. Las ventajas del hacerse distante ante el mundo, para pensarlo y asumirlo, se pierden cuando ese distanciamiento rompe el cordón umbilical, el hilo dorado que nos conecta con las gentes y las cosas. Es un peligro que asecha al intelectual, quien dispone de pocas defensas. Su materia prima, los elementos de su trabajo intelectual, son el pensamiento, el lenguaje y la realidad. No se puede trabajar con esos elementos sin pagar algún precio: es el costo de rendir cuentas, de su responsabilidad ante el mundo y ante los saberes que cultiva. En castellano: su responsabilidad política y epistemológica.

Las funciones del intelectual han tenido claros objetivos pedagógicos. El intelectual moderno se afirmó como un educador social a través, principalmente, de una comprensión exhaustiva y global de la realidad y del principio de la crítica como método hermenéutico y epistemológico. Desde su función orientadora, ha querido fundar el quehacer intelectual en el principio de autonomía moral ante el mundo, para convertirse, sin entender la contradicción, en vigilante de los fundamentos éticos de la acción social. La crisis del intelectual contemporáneo se anuda en la convergencia de dos problemas: primero, el carácter hiper-racionalista del discurso intelectual, y luego, la irrelevancia de este discurso en el nuevo mercado del conocimiento.

El intelectual tiende a manejar la palabra -o los saberes- con la intención de dotarla de una cosmovisión, muchas veces narcisista, que quiere imponer a los demás. Además de la molestia que causa su vanidad arrogante, el problema es más agudo: se trata de hiperracionalidad, una enfermedad ideológica del pensamiento, que privilegia el razonar abstracto sobre la experiencia vivida, que desconecta la teoría de la práctica, que subraya la comunicación verbal por encima de la interracción concreta y que valora la mente «pura» sobre la existencia material.

De ahí el sentimiento contradictorio que padecen los intelectuales en su discurso político y social. Es el desdén hacia la gente sencilla y el menosprecio hacia el pueblo en su cultura popular o de masas (curioso que se emplee la frase «gente humilde», usando la voz virtuosa más importante de la condición intelectual, esta vez en sentido minusvalorizado). Paradójicamente, este desdén se acompaña de su afán de solidarizarse con los pobres y oprimidos, muchas veces en una identificación puramente cerebral. Por ejemplo, el desprecio por la gente sencilla era muy notable en la Escuela de Frankfort, donde se husmeaba ese horror mezclado con envidia ante la cultura norteamericana de clase media, personas que demostraron colosalmente sus logros técnicos y la organización de instituciones democráticas, sin tener la menor idea de quién era Kant, sin jamás haber leído una página de Hegel, sin poder reconocer una melodía de Bach, y para remate de todo ello, sin ningún interés de otorgar a los intelectuales una condición honorífica sobrehumana -más bien, teniéndolos por gente ordinaria, refugiados en la academia, parásitos de la economía-.

El hiper-racionalismo es un forma de narcisismo mental bajo la cual el intelectual se venera a sí mismo mientras ve en el mundo ve en el mundo externo el reflejo de sus propios dictados de «razón». En este sentido, una de las tareas más difíciles del intelectual es cómo domesticar su exagerada autoestima, imponiéndose y autoregulándose con humildad y autocrítica. Viene a cuento el eco de Spinoza que exigía al ateo vivir como un santo.

En su incapacidad para conectarse con la vida y anclar su pensamiento en el flujo dinámico de la realidad, que siempre se escapa a las construcciones abstractas, el intelectual se torna resentido y rebelde. Se recluye en la curiosa idea de que su reino no es de este mundo, de que, como intelectuales, forman una iglesia intramundana, una «enclesía», una congregación de clérigos seglares que celebraría en soledad compartida el sacramento del pensar fino y elegante, desprovisto de la espuria mundana.

El siglo XIX parece haber acabado ese sueño del intelectual no sólo de interpretar el mundo, sino de transformarlo. Fue un hombre de acción, enemigo declarado de los idéologues, quien transformó el mapa de Europa: Napoleón. Ya en el siglo XX los procesos de producción y distribución de la sociedad industrial comienzan a desarrollar su propia legitimidad: ahora lo que se precisa son ingenieros que mantengan las máquinas y burócratas para administrar las personas; ya no hay sitio para una elite de intelectuales improductivos que creen poder conducir la sociedad en nombre de principios.

Fue Karl Marx quien tuvo la ocurrencia de pensar que con el capitalismo todo devenía en mercancía. No sólo aquellos bienes producidos para el mercado, sino también todos los demás. Era Don Carlos uno de esos hombres exagerados que asolaron el siglo XIX con ideas huracanadas. Lo que anunció hace más de cien años es ya hecho consumado. Finalmente, todo devino en mercancía y aquella exageración resulta ser un tópico común.

¿Qué se ha tornado en mercancía? Precisamente lo que pretendía ser el sello distintivo de los intelectuales: la producción simbólica de la cultura. Ya nada es como antes bajo la nueva deidad del Mercado. La moderna iconografía dibuja el conocimiento como un bien o utilidad mercadeable. En todo congreso y simposio que conozco, los organizadores empiezan el acto inaugural con sus mantras favoritos: «human capital, knowledge industry, education the new wealth of nations». La proclamación baconiana de que conocer es poder y el eslogan publicitario de que ambos -conocimiento y poder- generan capital, y de que ese capital radica en una especie de soberanía educativa del pueblo, verifica la pesadilla de los intelectuales más lúcidos: se escapó de sus manos el poder, el conocimiento y el capital que, históricamente, nunca acumularon. Baste constatar la proletarización salarial del profesor Marx universitario y su marginación decisional ante la burocracia administrativa para interrogar qué pasó con sus saberes, dónde esos saberes desplazaron los poderes y por qué no generaron el preciado capital.

¡Aaahh, el mercado! La confrontación de la oferta y la demanda, de vendedores y compradores que se intercambian cualquier servicio o bien capaz de ofrecerse y comprarse... El supermercado de la cultura donde los intelectuales llevan su mercancía de saberes... ¿Qué ha pasado? Una nueva institución resultante de cuatro factores: a) la complejidad creciente del conocimiento, b) la enorme diversificación de necesidades e intereses sociales, c)los mecanismos modernos de producción económica y d) la tecnología de información, han alterado radicalmente las bases del trabajo intelectual.

Durante mucho tiempo, la historia del arte y de la literatura, el conocimiento científico, la tradición filosófica y los saberes humanísticos se habían identificado en repertorios de contenidos que deberíamos conocer (aprender de memoria y recitación) para ser cultos. Ese capítulo histórico está cerrado. Ahora la antropología y el folclor, así como los populismos y democracias políticas, al reivindicar el saber incorporado a prácticas populares, constituyeron el nuevo universo de lo cultural. No podemos subestimar el impacto que han tenido las ideologías modernizadoras (desde el liberalismo del siglo pasado, las variantes de socialismo, los ensayos del desarrollismo latinoamericano y tercermundista y el neocapitalismo con sus vértices globales) en acentuar una sociedad plural, heterogénea y altamente diversificada, en el sentido que más interesa al intelectual, a saber: el consumo de saberes.

Nunca como hoy han existido más cantidad y variedad de formas y opciones para el disfrute, entretenimiento, gustos, usos y apropiaciones de haberes culturales. Las formas actuales de organización de mercado hacen que nada consumible nos sea ajeno. Circular por la realidad social en los marcos estructurales de la cultura de Occidente significa ingresar en los circuitos del mercado y, por tanto, del consumo en masa. El fenómeno que más ha consolidado la fuerza del mercado, en cuanto a industria cultural, es sin duda la aparición y expansión de los medios masivos de comunicación.

Con el acceso al capitalismo, vinculado a la complejidad de la competencia, instrumentado por los medios masivos de comunicación y asentado en la cultura popular de masas, Occidente ingresa en la etapa de mayor racionalidad productiva que conoce la historia. Hay que comprender esta verdad histórica en toda su dimensión: la incorporación de nuevos avances científicos y técnicos se aplica tanto a la producción de mercancías, como a las formas de organización y producción de la demanda. Producir demanda supone redefinir profundamente las prácticas de comunicación. La comunicación se convierte, a su vez, en mercancía. Y esta mercancía modifica el entramado general de la cultura.

Transitar, pues, por la lógica de las diferentes formas de mercado cultural implica una nueva pedagogía del conocimiento de la realidad. Y esto es válido para los intelectuales en tanto en cuanto intentan ser reproductores o generadores de la realidad. El intelectual tiene que olvidar algunas bases de su trabajo epistémico para aprender nuevamente a leer la realidad.

La gramática epistémica más aparentemente ingenua y universalmente practicada por los educadores e intelectuales, es aquella que supone al conocimiento como un objeto del entendimiento que se objetiva, se cosifica, ensambla o empaqueta, para ser transferido a los demás. El problema es que el conocimiento, en su producción y comunicación, no es asunto tan simple de empaquetar, ni siquiera en currículos universitarios, donde mayor reverencia se ha hecho a esta concepción epistémica.

En el contexto contemporáneo de producción y difusión de conocimientos perdió vigencia esta idea de un saber corporizado en la mente del intelectual, empaquetado en instituciones y currículos y más o menos a espaldas de las necesidades de su entorno. Los conomientos, como Jano bifronte, tienen dos rostros: su cara más vista es la del conocimiento como representación, idea o bien simbólico; la otra cara, comúnmente oculta, es la del conocimiento como disposiciones, destrezas, competencias o habilidades (no haré distinción entre estos vocablos, aunque tienen significados y matices diferentes) que permiten a su poseedor una práctica específica con un actuar informado e inteligente.

Desde el punto de vista de una economía y sociedad de mercado, la dificultad con el conocimiento-representación es que, ante todo, busca obtener reconocimiento de los demás productores al interior de las respectivas comunidades disciplinarias. Ciertamente esto es muy importante para la investigación, innovación y avance de los saberes, bajo la condición de que, en algún modo, sean históricamente contextualizados a las necesidades y situaciones del medio en que se gestan tales conocimientos.

En cambio, el conocimiento-competencia es practicado o aplicado, y su utilización se halla determinada por una estructura de oportunidades que está siempre más próxima al polo de la acción -y de las decisiones- que al polo de la producción. Este conocimiento es más compatible con la moderna sociedad autoregulada, que valora las práticas locales y tiene confianza en procesos de decisión que nacen de contextos interactivos donde participan diversos agentes dotados de información parcial y conocimientos contextualizados.

En un mundo tan complejo y diversificado, donde es prácticamente imposible el manejo conceptual de la enorme cantidad de variables y factores que inciden en los conocimientos -salvo que sean microespecializados o simulados en computadora- se favorece un modelo de conocer que sea generado en contextos relativamente autónomos de interacción. Consecuentemente, este modelo de operación intelectual valora las capacidades de auto-aprendizaje de los agentes y organizaciones, y trabaja con el supuesto de soluciones parciales e incompletas, de ensayo-error, de comprensión provisional y tentativa del mundo, abierta al cambio y transformación. Por lo mismo, la sociedad adopta una actitud escéptica ante las pretensiones de ingeniería político-social del modelo iluminist intelectual.

Pongamos de ejemplo la investigación social -economía, política pública, sociología urbana, educación, psicología social, administración pública, estudios ambientales, etc.- Miradas las cosas desde un punto de vista microsociológico, la relación entre investigación social y toma de decisiones, postulada por un modelo iluminista de ingeniería social, describe una trayectoria convergente. En algún punto de esa trayectoria se espera que los conocimientos producidos por el intelectual-investigador lleguen a fundar decisiones, o al menos, a iluminarlas, informarlas o respaldarlas.

Según nuestra experiencia, las expectativas generadas por esa visión sobrepasan con mucho su efectividad empíricamente constatada. Sólo ocasionalmente ciertas investigaciones parecen tener incidencia directa sobre decisiones. Para que ocurra una aplicación directa de saberes a decisiones se requiere un conjunto extraordinario y concatenado de circunstancias que difícilmente concurren en la práctica. No existe una correlación directa ni lineal en los vértices del sistema triangular del conocimiento, esto es, en el modo de producción de conocimientos, en su difusión o comunicación, o en el polo de recepción y utilización. De nuevo, estamos confrontados a una sociedad que diversifica aceleradamente los conocimientos y los instrumenta or una variedad de agentes que difícilmente se acomodan a la descripción y estilo de trabajo tradicional del intelectual-investigador.

Ya se perfiló un nuevo tipo de intelectual que funciona bajo esquemas de síntesis e interpretación de saberes en función de realidades concretas. Robert Reich le llama intelectuales analítico-simbólicos que tienen la capacidad de identificar, solucionar o arbitrar problemas, y de producir o crear cultura, mediante la manipulación de símbolos, datos, palabras, representaciones orales o visuales, y con un firme anclaje en la experiencia y la pericia práctica. En este sentido, George Lucas es un intelectual que diseña Star Wars, igual que su maestro de UCLA Joseph Campbell, el otro intelectual que le enseñó 18 créditos en arte e historia de la mitología. Los intelectuales recluídos en sus dominios tradicionales de producción, aislados del mundo y con un sentido autónomo de su quehacer se encuentran, cada día más, en desventaja respecto a intelectuales analistas simbólicos en sus «think tanks», oficinas y organizaciones de consultoría privada, grupos de asesoría especializada, agencias de análisis de diverso tipo, ciertos organismos internacionales, y en general, redes de pensadores y practicantes cuyos miembros se conectan libremente, y horizontalmente, con la estructura de oportunidades que ofrece el mercado en expansión para los servicios de manipulación de conocimientos.

En suma, parece haber llegado el momento en que el conocimiento deja de ser el dominio exclusivo de los intelectuales para convertirse en un medio común a través del cual las organizaciones se organizan, cambian y se adaptan. De aquí en adelante corresponde al intelectual ajustarse a esta nueva situación a riesgo de convertirse en un trabajador marginal e inconsecuente, para sí y para los demás.

* * * * * * *

Según prometido, finalizo con la estupidez. En su Diccionario filosófico escribe Voltaire: «la mayor desgracia del hombre de letras no es quizás ser objeto de la envidia de sus colegas, o víctima de los conturbenios, o despreciado por los poderosos de este mundo; lo peor es ser juzgado por tontos. Los tontos llegan a veces muy lejos, sobre todo cuando el fanatismo se une a la inepcia y la inepcia al espíritu de venganza». Este dictamen es importante porque proviene del intelectual antiestúpido por excelencia, quizás al hombre de letras a quien menos opiniones desastrosas pueden reprochársele.

Pero de la estupidez ningún intelectual está descartado: la llevamos adentro como una enfermedad profesional, es para nosotros como la silicosis para el minero. A la pregunta de por qué los estúpidos se vuelven a menudo maliciosos, ha respondido Nietzsche, el sabio mejor dotado para estudiar el tema, con la siguiente sentencia: «A las objeciones del adversario frente a las cuáles se siente demasiado débil nuestra cabeza, responde nuestro corazón haciendo aparecer sospechosos los motivos de las objeciones». Por eso toda vigilancia es poca y cada cual debe hacerse chequeos periódicos a sí mismo para descubrir a tiempo la incubación de la estupidez. Los síntomas más frecuentes: espíritu de seriedad, sentirse poseído por una alta misión, miedo a la opinión ajena acompañado de un loco afán para gustar a todos, impaciencia ante la realidad (cuyas deficiencias son vistas como ofensas personales o parte de una conspiración contra nosotros), mayor respeto a títulos y credenciales académicas que a la sensatez o fuerza racional de las ideas, olvido de los límites (de la palabra, de la razón, de la acción, de la discusión) y tendencia erótica a seducir intelectualmente, etcétera.

Un buen test para detectar el estrago de la estupidez en nosotros es preguntarnos sinceramente si aún podemos contestar a quien nos inquiera qué hemos hecho frente a los terribles males del mundo, con la cuerda modestia de Albert Camus: «Para empezar, no agravarlos». Si esto nos parece poco, mal síntoma...

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