martes, 11 de mayo de 2010

La música ante el problema del lenguaje, Mateo Dieste

LA MÚSICA ANTE EL PROBLEMA DEL LENGUAJE (*)

«¿No mienten, para quien es ligero, todas las palabras?
Canta, ¡no sigas hablando!»
Nietzsche(1).

I

Para pensar se necesitan palabras que articulen nuestras ideas; es más: sólo pensamos cuando nos expresamos, porque es ahí cuando se hacen efectivas las palabras. El desorden mental se convierte en un discurso lógico al hablar y las ideas superan su estado primitivo. Y cada palabra viene a corresponderse con tal o cual idea o emoción, dependiendo de la oportunidad el grado en que aliviemos nuestra necesidad expresiva. Se advierte, pues, que no hay pensamiento sin palabras: «El postulado cartesiano fundamental cogito ergo sum [...] podría reformularse del siguiente modo: hablo, luego pienso, luego soy»(2).
He aquí una característica del lenguaje: es inevitable. Ciertamente, aun sin que medie el lenguaje, sabemos que el pensamiento está ahí, lo presentimos, pero nadie puede saber de él si no se manifiesta lingüísticamente; e incluso no puedo terminar de aprehenderlo si no le doy forma y cohesión (organización en palabras). Hablar supone obedecer una serie de reglas determinadas en una comunidad lingüística(3). La desobediencia constituiría un soliloquio ininteligible, puesto que si no hallo en mi interlocutor este orden común (idioma) no me comunico(4). Pero aclara Ferber: «Cierto que puedo llamar a una casa como me parezca, “saca” por ejemplo. Pero cuando quiero decir a otros que, aunque llamo “saca” a mi casa, yo no vivo en una “saca”, tengo que ceder a las normas de la comunidad lingüística»(5). El lenguaje es inevitable porque es una necesidad para comunicarse(6).
Otra característica, corolario de la anterior, es nuestra dependencia del lenguaje, es decir, de sus procedimientos y conceptos gramaticales, estructura fonética, relaciones sintácticas, y, por último, de la estructura idiomática que conlleva su particular evolución semántica(7).
Dependemos, para expresarnos, del cumplimiento de las normas lingüísticas. Primero: mi frase debe contener un sujeto gramatical («yo»), un verbo («leer») y un agente («libro») sobre el cual recaiga la acción. Segundo: la manipulación de tales componentes debe ser de cierta manera, por ejemplo: «yo leo un libro»; no debo conjugar el verbo de cualquier forma ni ubicar los elementos de la frase desordenadamente. Tercero: las palabras están ligadas a su contexto, establecen su sentido según su empleo y relación con el conjunto, y si no las empleamos adecuadamente no significan nada(8).
De esta forma arribamos al concepto de signo, que resulta imprescindible para comprender lo expuesto, pues es el ingrediente que, como veremos, engendra al significado. Según Read, el origen del signo se debe al surgimiento de una nueva función en el hombre primitivo: el deseo de intervenir de alguna manera en la causalidad de los hechos de la naturaleza: «El establecimiento de una conexión, por irracional e ilógica que pueda ser, para nuestro sentido de razón y lógica, fue el primer paso en la civilización, la base de la primera economía mágica. Pero sólo pudo establecerse una conexión —es decir, sólo pudo hacerse visible, captarse y representarse perceptivamente— por medio de un signo, esto es, por medio de una imagen que puede separarse de la percepción inmediata y conservarse en la memoria. El signo surgió para establecer la sincronicidad, con el oculto deseo de hacer que un hecho correspondiera a otro»(9). Retengamos por un momento este carácter asociativo («que un hecho correspondiera a otro»), para proceder a la noción de signo lingüístico.
Siguiendo a Guiraud, un signo lingüístico es una asociación psíquica de dos imágenes mentales, un nombre (significante) y un sentido (significado), que se remiten mutuamente: si pienso en una mesa tengo una imagen en mi mente que me evoca el nombre «mesa», y si alguien pronuncia esta palabra la asocio nuevamente con la misma imagen; por ello, se dice que este fenómeno es «bipolar y recíproco»(10). La asociación entre el nombre y el sentido tiene un origen convencional: si digo «bicicleta», estamos de acuerdo en que me refiero a ese medio de transporte que consta de dos ruedas, un cuadro, manillar y asiento(11). Pese a las discusiones que ha levantado, no puede negarse la existencia del principio establecido por Saussure: «El lazo que une el significante al significado es arbitrario»(12). Con acierto, Guiraud demuestra que todas las palabras son etimológicamente motivadas sin ser un rasgo determinado ni determinante, esto quiere decir que la asociación entre nombre y sentido tiene siempre una justificación etimológica; puede ser una convención actual, o que, en favor de un nuevo sentido, se oscurezca o elimine ésta y surja otra. Así, «lo arbitrario del signo [en el lenguaje] es una condición de su buen funcionamiento»(13), porque a pesar de las diversas vicisitudes de la evolución semántica logra formar tal convención. En otros términos: el lenguaje siempre se las arregla para significar.
Tomada la asociación entre nombre y sentido (proceso semántico) desde un punto de vista diacrónico, podemos observar las múltiples variaciones de los significados y cómo el lenguaje exhibe una gran aptitud regeneradora. No obstante, es ahora mismo cuando resulta posible aprehender, o, mejor dicho, padecerlo como limitación pasiva y remanente. De modo que el problema deviene con la rigidez inmediata de la convención(14): es la única manera en que el lenguaje sea pathos humano. Tan solo entonces, con una suerte de «presentismo absoluto» o giro pragmático, admitimos que vivimos en «...un mundo cultural dominado por el dogma de la arbitrariedad del signo (¿qué otra ley está tan profundamente arraigada en nuestra psique? [...]»(15). De allí que a partir del siglo XVII, con el eclipse del latín, se hayan intentado crear lenguas internacionales de símbolos matemáticos (Descartes, Leibniz), o bien «lenguas filosóficas» (Wilkins)(16). El siglo XVIII presentó varios tipos de «lenguas universales» (abate L’Épée, Sicard, Delormel), además de La Enciclopedia, que también ofrecía, «si no una lengua artificial universal, al menos una lengua normalizada o a modo de modelo»(17). Luego, en el siglo XIX, aunque sin aquel talante erudito, se pensaba en una «lengua hablada y escrita para todos»: «La primera tentativa seria la constituyó el volapük (de vol = world y pük = speech), que nació en 1880 y naufragó en 1889, en el Congreso de París [...]. El ensayo más afortunado hasta ahora —entre un par de centenares— es el esperanto, nacido en 1887. [...] Otras tentativas de éxito han sido la interlingua, o latín sin flexión, facilísimo para nuestro mundo neolatino, pero sólo para él. Y también el basic-English, del que se ha dicho que es una especie de pasaporte de entrada en el mundo de habla inglesa»(18). Por último, y con una profundidad mayor, también así procedió Wittgenstein, que en su extraordinario proyecto axiomático de la «sintaxis lógica» pretendía disolver todas las inconsistencias del lenguaje para llegar a la más perfecta significación(19).
Asimismo, no debemos olvidar algunos poetas alemanes (Hamann, Goethe, Hölderlin, Nietzsche, Rilke(20)), franceses (Mallarmé, Valéry, Apollinaire(21)), italianos (Metastasio, Leopardi, Manzoni(22)), ingleses (Wordsworth, Byron, Shelley (23)), españoles (Bécquer(24)), latinoamericanos (Vallejo, Huidobro, Paz(25)) y nacionales (Herrera y Reissig(26)), ya que son notables ejemplos —más que de ambiciones universalistas— de sublevación o incluso dolor ante los límites expresivos del lenguaje. Léanse, aunque traducidos, los siguientes versos de Goethe:

«¡Llénate el corazón con su grandeza
y si tu sentimiento es de ventura
llámalo como quieras,
amor, felicidad, corazón, Dios!
¡Yo no podría darle
un nombre; ya lo es todo el sentimiento!
El nombre es humo y ruido,
que envuelve en niebla el fuego celestial»(27) .

Bécquer, poeta de nuestra lengua, nos transmite una similar impresión en forma acabada. Conoce el «himno gigante y extraño» (la poesía) pero se siente impotente para expresarlo:

«Yo quisiera escribirlo, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas»(28).

Se advertirá que la mayoría de los poetas citados pertenecen al Romanticismo o provienen de él, y esto tiene, naturalmente, un fundamento histórico. El Romanticismo nace luego de las victorias de Napoleón sobre Austria, Prusia y otros Estados alemanes más pequeños, «[...] y ello puso en evidencia el retraso económico, social y político del mundo de habla alemana. Este fracaso se tradujo en los territorios alemanes en un deseo de renovación y, en respuesta a ello, muchos alemanes se volvieron hacia su interior y buscaron en las concepciones intelectuales y estéticas una forma de unir e inspirar a su pueblo»(29). Los alemanes contagiaron al resto de Europa una rebelión ante los valores de la Ilustración y el neoclasicismo: la razón, la medida, la exactitud, es decir, las reglas convencionales que impedían una expresión libre y espontánea. Desintegradas las convicciones religiosas del siglo XVIII, el misterio de la fe fue reemplazado por el misterio del arte, que, mientras los científicos intentaban explicarlo, los románticos se deleitaban en él a través de la poesía y, principalmente, la música(30).

II

La música se caracteriza por su poder indeterminadamente sugerente, por su actuación no protagónica en la vivencia estética: lo percibido no es asimilado bajo el signo de la razón. Esto no supone afirmar, empero, que la música sea «ajena» a la razón y por ello ininteligible (todo es pasible de un buche intelectualizante). De lo que se trata es de su carencia de imágenes para su contemplación. Una imagen artística es, por lo demás, un modo finito de conducir la percepción estética, dado que su estructura simbólica nos remite a referencias consecuentes que se agotan en ella. La imagen le otorga al intérprete la posibilidad de explicar lo que tiene ante sus ojos, conforme a la tradición occidental: «El sueño, más o menos confesado, de la estética occidental, sería poder explicar el arte: quisiera juzgar un cuadro objetivamente, ya comparándolo literalmente con un modelo dado, ya comprobando en él la aplicación de una fórmula expresada por una doctrina o, mejor aún, por una proporción matemática»(31). ¿Acaso no está siempre, como si fuera su propio soporte, este tipo de «complemento» intelectual en las grandes escuelas o movimientos pictóricos? ¿Cómo puede un intelectual participar de las más grandes experiencias estéticas de cada época, sino a través de un objeto que sea compatible con su propio trabajo, comprender y explicar las cosas? Sin algo que pueda ser ordenado y convertido en materia didáctica, sin la plasticidad típica de un argumento, se dice que no podríamos comprender qué sentimientos están en juego con la imagen, pero en realidad, detrás del embozo hay como una razón «fisiológica»: si no puede hablar, el intelectual se muere. La relación aparentemente útil entre intérprete (crítico de arte) y espectador, sólo se justifica cuando el primero no puede sentir por sí mismo; cuando su sensibilidad aún no ha madurado según las reglas que prescribe tal o cual «profesional del sentimiento».
Todo esto ya lo sabía muy bien un joven filólogo alemán, que tuvo oportunidad de expresarlo en una conferencia de 1870 de este modo: «Para el desarrollo de las artes modernas la erudición, el saber y la sabihondez conscientes constituyen el auténtico estorbo: todo crecer y evolucionar en el reino del arte tienen que producirse dentro de una noche profunda. La historia de la música enseña que la sana evolución progresiva de la música griega quedó de súbito máximamente obstaculizada y perjudicada en la Alta Edad Media cuando, tanto en la teoría como en la práctica, se volvió de manera docta a lo antiguo. El resultado fue una atrofia increíble del gusto: en las continuas contradicciones entre la presunta tradición y el oído natural se llegó a no componer ya música para el oído, sino para el ojo. Los ojos debían admirar la habilidad contrapuntística del compositor: los ojos debían reconocer la capacidad expresiva de la música. ¿Cómo se podía lograr esto? Se dio a las notas el color de las cosas de que en el texto se hablaba, es decir, verde cuando lo que se mencionaba eran plantas, campos, viñedos, rojo púrpura cuando eran el sol y la luz. Esto era música-literatura, música para leer»(32).
La música danza con nuestros sentimientos potenciales, y la autoridad de la cognición no interrumpe nuestro diálogo con ella. Su contemplación estimula aquellos sentimientos que el oyente tiene o podría tener, y no los que podrían —en un sentido lato— derivarse del universo eidético de la imagen(33). Con la música, el único protagonista de la vivencia estética es quien se conmueve con los tonos, melodías y corcheas, sin la obligación de rendir cuentas a determinados esquemas de percepción.
La expresión directa de nuestros sentimientos a través de la música es posible gracias a que ésta prescinde de las imágenes (prevalece el componente patético sobre el eidético)(34). Hay una cierta omisión de la fase comprensiva del arte, ya que en la música no es indispensable la voluntad de conocer para correspondernos genuinamente con la obra. Un cuadro debe ser sometido a nuestro análisis para que podamos extraer su goce potencial; por el contrario, la música se conduce por la sensibilidad sin que medie, necesariamente, un proceso intelectual de asimilación(35). Desde luego que la vivencia estética de la música, al igual que las demás artes, se desarrolla en lo imaginario; sin embargo, no depende para ello del mundo exterior, es decir, no se exhibe ante nosotros para activarnos una actitud de desciframiento. En este sentido, dice Schopenhauer: «[...] Cuando la música trata de amoldarse a las palabras y de ceñirse a los hechos, se esfuerza por hablar un lenguaje que no es el suyo»(36).
Toda obra artística es contemplada según las propiedades que posea para evocarnos imágenes y sensaciones, pero cualquiera sabe, desde el inicio de la filosofía moderna, que éstas no vienen a nuestra percepción como cosas independientes de nuestra conciencia; no son puestas allí por alguna fuerza ajena a mi voluntad. Así, explica Sartre que: «Lo real [...] es el resultado de las pinceladas, el empastado de la tela, su grano, el barniz que se ha pasado sobre el color. Pero precisamente nada de eso es el objeto de las apreciaciones estéticas. Por el contrario, lo que es “bello” es un ser que no podría darse a la percepción y que, por su misma naturaleza, está aislado del universo»(37). El filósofo francés utiliza el ejemplo de un espectador que ve una orquesta sinfónica interpretando la VII Sinfonía de Beethoven, y desde allí afirma: «No la oigo realmente, la escucho en lo imaginario»(38). Pero tal hipótesis es el único modo de equiparar la música a las otras artes, justamente porque se le agrega algo que por naturaleza no tiene: imágenes(39). En la música no existen estos objetos tangibles de percepción. En efecto, todo ese ambiente que abarca al espectador en un concierto (escenario, músicos, público, etc.), viene a sustituir análogamente la función estética de la imagen. Muy distinta es la situación que concentra al oyente y la música, pues ambos están librados a sí mismos sin más razón de prolongarse que su profunda y dispersa comunicación. Escribe Hegel: «Estas imágenes son objetos reales que existen por sí mismos, y a la vista de los cuales no salimos de la relación contemplativa. Por el contrario, en la música desaparece esta distinción. Expresa el alma en sí misma»(40).
La música brinda otra manera de ser contemplada, el diálogo con ella misma, y es aquí donde nos hacemos libres del lenguaje, porque nos afirmamos en lo imaginario(41). La insuficiencia del lenguaje —con todos los reparos que supone tal perspectiva— no es una sentencia inapelable; es un momento de angustia en el ser humano, generado por la impotencia que presentan los límites de su existencia. Esta impotencia —que no existiría sin un previo intento de emancipación— no es subsanable, pero sí atenuable. Schubert, en Der Leiermann, puede tentar la desesperanza de una conciencia agonizante que se prolonga por debilidad sin afirmarse siquiera en un pesimismo, y sin más que un lúgubre suspiro antes de desvanecerse. Wagner, en el Preludio al Acto I del Parsival, puede despertar en el oyente la imaginación de su futuro, luego hacerle sentir que todo lo que puede ver está bajo su dominio: es magnánimo; pero al final se compadece con todo lo que está subordinado a él, y revela así su inmenso corazón. O Carlevaro, en la pequeña pieza Canción, es capaz de trasladarnos, al compás de la melodía, a la despedida de un auténtico amigo junto a la implosión de mil recuerdos; con los dientes apretados, una furtiva lágrima recorre el rostro agrietado de quien alguna vez pudo amar. Sin embargo, tales impresiones ni pueden establecerse como «pautas de sensibilidad a seguir», ni tampoco configuran un tipo ideal de oyente (el «desesperanzado», «emperador» o «nostálgico»), puesto que los sentimientos brotan dentro de él mismo —aunque se hallen en potencia y no surjan por un mecanismo de identificación. En otras palabras: para sentir la música no es necesario identificarnos en ella; provisoriamente, nos transformamos de algún modo en aquello que escuchamos: afirmándonos en lo imaginario, vencemos, por un brevísimo —pero indeleble— lapso, nuestro ego.
En el presente opúsculo hemos pretendido insinuar que la música puede ayudarnos a superar los límites expresivos que impone el lenguaje, una vez embriagados en su fruición, porque establece una comunicación que disuade los signos culturales que azotan insoslayablemente nuestro pensamiento. «Por esta indiferencia de los signos del lenguaje respecto a las ideas que transmiten y expresan, el sonido adquiere nueva independencia»(42):
y el hombre también.

Notas.

(*) Ensayo publicado en revista Clinamen, Montevideo, CEHCE-ASCEEP-FEUU, Año I, Nº2, setiembre-octubre 2009.

(1) Nietzsche, Friedrich: Así habló Zaratustra, trad. esp., Madrid, Alianza, 1981, p. 318.

(2) Albano, Sergio: Wittgenstein y el lenguaje, Bs. As., Quadrata, 2006, p. 9.

(3) A esto Searle lo denomina «acto de habla»: «Un acto de habla es la producción de una expresión lingüística según ciertas reglas» (Searle, John R.: Actos de habla, cit. en Ferber, Rafael: Conceptos fundamentales de la filosofía, trad. esp., Barcelona, Herder, 1995, p. 33).

(4) Distíngase entre lengua hablada y lengua escrita. Ésta, si bien alcanza el mayor grado de significación (literatura), prescinde de múltiples recursos significantes de aquélla. Escribía Borges: «Nosotros [los escritores], los renunciadores a ese gran diálogo auxiliar de miradas, de ademanes y de sonrisas, que es la mitad de una conversación y más de la mitad de su encanto, hemos padecido en pobreza propia lo balbuciente que es [nuestro idioma]» (Borges, Jorge L.: El lenguaje de Buenos Aires, Bs. As., Emecé, 1963 p. 34). V. asimismo: Unamuno, Miguel de: De esto y de aquello, Bs. As., Sudamericana, 1954, t. IV, p. 462, donde el autor relata una interesante anécdota para esta distinción.

(5) Ferber: op. cit., p. 45.

(6) En 2002, el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, descubrió un gen mutante, llamado FOXP2, que habría tenido una incidencia fundamental, hace aproximadamente 200.000 años, en el lenguaje. Actualmente, esta es una de las pruebas más recibidas sobre los orígenes del lenguaje; sin embargo, los investigadores no saben qué hace exactamente el gen, y, en efecto, aún no podemos comprender el fenómeno del lenguaje (Cfr. Watson, Peter: Ideas. Historia intelectual de la humanidad, trad. esp., Barcelona, Crítica, 2006, p. 75).

(7) Cfr. Sapir, Edward: El lenguaje, trad. esp., México D.F., F.C.E., 1954, pp. 69-71, 103-4 y 110; Guiraud, Pierre: La semántica, trad. esp., México D.F., F.C.E., 1976, pp. 49 y ss. Por razones de espacio, no podemos desarrollar estos conceptos. Nos remitimos, pues, a las fuentes indicadas.

(8) Cfr. el concepto de «juegos de lenguaje» en Wittgenstein (Ferrater Mora, José: Diccionario de filosofía, Madrid, Alianza, 1980, t. III., pp. 1944-5).

(9) Read, Herbert: Imagen e idea. La función del arte en el desarrollo de la conciencia humana, trad. esp., Bs. As., F.C.E., 1957, p. 17.

(10) Cfr. Guiraud: op. cit., p. 34.

(11) ¿Por qué no estarlo si hay una autoridad (Real Academia Española) que nos habilita a ello? La semántica nos proporciona suficientes pruebas para deducir que los diccionarios son meros testimonios de una circunstancia lingüística determinada.

(12) Saussure, Ferdinand de: Curso de lingüística general, trad. esp., Bs. As., Losada, 1980, p. 130.

(13) Guiraud: op. cit., pp. 32-3.

(14) Foucault ha ubicado en el siglo XVII el origen de este fenómeno, donde se pasa de un lenguaje de signos que adivinaba lo divino, a un conocimiento de «lo probable» (Cfr. Foucault, Michel: Las palabras y las cosas, trad. esp., Barcelona, Planeta-Agostini, 1984, pp. 65-6). Este autor, bajo un método propio (primero «arqueológico» y luego «genealógico»), ha trabajado sobre el análisis del «discurso» en relación a lo que él llama epistemes (condiciones de posibilidad del conocimiento científico) de los siglos XVI a XIX, otorgando al lenguaje un radio de acción sumamente importante y quizás nunca antes visto. Dice Foucault: «El discurso verdadero, al que la necesidad de su forma exime del deseo y libera del poder, no puede reconocer la voluntad de verdad que lo atraviesa; y la voluntad de verdad que se nos ha impuesto desde hace mucho tiempo es tal que no puede dejar de enmascarar la verdad que quiere» (Foucault, Michel: El orden del discurso, trad. esp., Bs. As., La Piqueta, 1996, p. 24).

(15) Almansi, Guido en el prólogo a Foucault, Michel: Esto no es una pipa. Ensayo sobre Magritte, trad. esp., Barcelona, Anagrama, 1981, p. 12.

(16) Cfr. Rosenblat, Ángel: Nuestra lengua en ambos mundos, Navarra, Salvat-Alianza, 1971, p. 196.

(17) Mounin, Georges: Historia de la lingüística, trad. esp., Madrid, Gredos,1968, p. 156.

(18) Rosenblat: op. cit., p. 197.

(19) Cfr. Albano: op. cit., pp. 6-11.

(20) Cfr. Modern, Rodolfo E.: Historia de la literatura alemana, México D.F., F.C.E.,1961, pp. 132; 142 y ss.; 171-2; 255 y 261.

(21) Cfr. Escarpit, Robert G.: Historia de la literatura francesa, trad. esp., México D.F., F.C.E., 1948, pp. 108; 126 y 128.

(22) Cfr. De Sanctis, Francesco y Flora, Francesco: Historia de la literatura italiana, trad. esp., Bs. As., Losada, 1952, t. II, pp. 334-5 y 410-12.

(23) Cfr. Saintsbury, George: Historia de la literatura inglesa, trad. esp., Bs. As., Losada, 1957, t. II, pp. 111; 122 y 125.

(24) Cfr. Alborg, Juan Luis: Historia de la literatura española, Madrid, Gredos, 1980, t. IV, pp. 839-40, 842 y 846.

(25) Cfr. Yurkievich, Saúl: Fundadores de la nueva poesía latinoamericana, Barcelona, Barral, 1978, pp. 11-4; 33-7; 84-96 y 254-9.

(26) Cfr. Rodríguez Monegal, Emir: Obra selecta, edic. a cargo de Lisa Block de Behar, Caracas, Biblioteca Ayacucho, pp. 166 y ss.

(27) Goethe, Johan W.: Fausto, trad. esp., Bs. As., Booket, 2007, p. 136.

(28) Bécquer, Gustavo Adolfo: Rimas, Bs. As., Kapelusz, 1960, p. 1.

(29) Watson, Peter: op. cit., p. 969.

(30) Cfr. Íd. p. 989.

(31) Huyghe, René: Diálogo con el arte, trad. esp., Barcelona, Labor, 1965, p. 241.

(32) El drama musical griego, conferencia pronunciada por Friedrich Nietzsche en Basilea, el día 18 de enero de 1870, recogida por Andrés Sánchez Pascual en Nietzsche, Friedrich: El nacimiento de la tragedia, trad. esp., Madrid, Alianza, 1973, pp. 196-7.

(33) Cfr. Langer, Sussane cit. en Dorfles, Gillo: El devenir de las artes, trad. esp., México D.F., F.C.E., 1963, p. 35.

(34) La música programática, pese a su finalidad, aún conserva las propiedades esenciales de la música, y quien las ignora también puede conmoverse a su modo.

(35) Cfr. Schopenhauer, Artur: El mundo como voluntad y representación, trad. esp., Bs. As., Biblioteca Nueva, 1942, pp. 247-8; Delacroix, Henri: Psicología del arte, trad. esp., Bs. As., El Ateneo, 1951, pp. 257 y ss.; Alain, Émile Chartier: Veinte lecciones sobre las bellas artes, trad. esp., Bs. As., Emecé, 1952, p. 57; Dorfles, Gillo: op. cit., p. 150.

(36) Schopenhauer: op. cit. p. 246.

(37) Sartre, Jean-Paul: Lo imaginario, trad. esp., Bs. As., Losada, 1968, p. 242.

(38) Íd. p. 247.

(39) Sin embargo Dorfles ha sostenido que es posible hablar, aun sin ser eidética, de una «imagen musical»... (v. op. cit., p. 318).

(40) Hegel, G.F.W.: Sistema de las artes (arquitectura, escultura, pintura y música), trad. esp., Bs. As., Espasa-Calpe, 1947, pp. 146-7 (énfasis agregado).

(41) Cfr. Romero Brest, Jorge: Ensayo sobre la contemplación artística, Bs. As., EUDEBA, 1966, p. 20.

(42) Hegel: op. cit., p. 154.

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