martes, 11 de mayo de 2010

¡Me importa un bledo la política!, Mateo Dieste

¡Me importa un bledo la política!

Vengo a denunciarlo a usted, señor, que es indiferente a todo y en octubre destrozará al país con su voto. Sí, hablo de usted, que piensa que todos los políticos son iguales, que este país en definitiva no tiene solución, que da lo mismo votar a tal o cual partido político porque el resultado será siempre el mismo («aquí es imposible cambiar algo»). Muy bien: usted es, además de un ignorante, un cobarde.
Esta actitud —notoria para cualquier observador despierto— puede constatarse no sólo en el veterano que tiene el versito de exoneración de responsabilidad memorizado («yo ya estoy de vuelta, no estoy para estos trotes»), sino también en muchos de nuestros jóvenes —que es donde reside precisamente lo intolerable de este problema. Ustedes saben muy bien cuán triste resulta que padre e hijo se correspondan, sintomáticamente, al hablar de las situaciones futuras. En los momentos que hay que pensar, como por ejemplo a la hora de votar, optan por concluir en el descreimiento y en la petrificación de la realidad.
(Luego de tomar aire, suspiran y dicen):
—«Y bueno... así estamo’. En la lucha viste; qué le vamo’ a hacer... No queda otra». ¿No queda otra qué? ¡No queda otra que resignarse, claro! Se trata de una manifestación contra natura: ¿¡cómo un joven puede sentir lo mismo que un viejo, si aún le queda toda su vida por delante!? Lamentablemente, así parecen comportarse muchos de los jóvenes uruguayos; adquieren el desgano hereditario y se convierten en cansinos precoces. Conforme a las tradiciones provincianas, ingresan en la escuela de la abulia y la pusilanimidad a través de inofensivas costumbres: los sábados frecuentan los mismos boliches, se reúnen en el mismo bar a mirar el partido de fútbol, los domingos van a la rambla a tomarse un matecito, veranean invariablemente en Rocha y se ciñen al sedentarismo propio de su hábitat natural. Ya ven, pues, que no hay mucha diferencia entre el dominguero de familia y el muchacho célibe, por ello tendríamos que ir a cachetearlos a todos y rescatarlos de la impavidez, nosotros, los que sí estamos con ganas de vivir en Uruguay. Así, pletóricos de entusiasmo, ilusos como siempre, la marea nos ha dejado una obligación en este lado de la orilla: irradiar fe a estos individuos que no los conmueve nada, que deciden su voto como quien arroja una moneda a la Fontana di Trevi —aunque siendo indiferentes a lo simbólico del acto, por supuesto.
Ahora bien: ¿por qué venir a molestar con esto del voto? Bueno, si realmente esto se asemeja a una molestia, es debido a una conducta frecuente del uruguayo a la hora de recordar su obligación de votar («no… dejá quieto ¿Pa’ qué te vas a meter?»). En efecto, nos sentimos más a gusto con la divulgación indiscriminada de chismes «políticos», que en la consideración de los mismos. Preferimos acumular datos biográficos, que identificar y enjuiciar las opiniones en juego. Al recibir noticia de cuánto dinero tiene, en qué barrio vive o quién es su mujer, la mayoría de las veces nos confundimos y creemos tener algo para decir sobre el político: pero la verdad es que no tenemos nada. Las ideas son desplazadas a causa de ciertas —o aún presuntas— proximidades identitarias, y todo lo que debería discutirse se reduce a una ingenua impresión afectiva que el vecino conserva a título de garantía. Entre uruguayos, quien confiesa su voto revela su génesis. Al sincerarnos y manifestarle al otro cada punto de nuestro desacuerdo, corremos el riesgo de cometerle un agravio a su familia. La discordia política entonces se vuelve litigiosa y personalista, y por tanto miope frente a las necesidades que demanda la realidad (se vota a un rostro y no al partido). Se trata de una característica muy arraigada en nuestro carácter que se remonta a los inicios de la vida independiente del Uruguay, donde los partidos políticos se encargaron de sustituir el rol de un Estado aún sin el respaldo de un sentimiento nacional, lo que implicó —al decir de los especialistas— el ejercicio de «políticas particularistas» o «políticas públicas de privilegios relativos», es decir, decisiones políticas en favor de ciertos individuos o grupos sociales, y, en consecuencia, el establecimiento de vínculos de cooperación recíproca entre los partidos políticos y sus beneficiarios (el círculo vicioso entre proselitismo y clientelismo).
La denominada «politización» de la sociedad uruguaya ha sido desde antaño, pues, el último ingrediente de nuestras relaciones de pertenencia colectiva; una fuente residual —pero al mismo tiempo integral— de identificación para los distintos sectores socioeconómicos de la población.
Sin embargo, hoy comienza a debilitarse su intensidad. La sensibilidad popular ha retenido en su memoria, más que las cosas dichas por los políticos, el modo en que han sido dichas; configurando así un modelo de discurso político (quizás legítimo tan sólo para ella) que no ha dejado de aparecer como aquello que, anticipadamente, se rechaza. De allí se explica la popularidad de las declaraciones de Mujica: la gente se hartó de los doctorcitos trajeados y engominados que hablan en tercera persona por medio de leyes e instituciones, incapaces de aterrizar alguna vez en su circunstancia personal. Por tales razones, no sería aventurado vaticinar el ocaso de este tipo de «politización» uruguaya, por lo menos en el marco del actual sistema político —aunque no formalmente, pero sí de hecho—bipartidario.
* * *
En vísperas de las elecciones presidenciales, nos importa un bledo la política. Pero nos importa un bledo a medias, levantando los hombros e inclinando la cabeza hacia el costado: «ptsss...»; no hay determinación alguna. El problema es ese: no llegamos a juntar coraje suficiente como para resolver algo y ser consecuentes con ello. Así, ese descreimiento pasa inadvertido y nos hacemos una falsa representación de nosotros mismos. Claro, hay algo que, de algún modo, prolonga esa disposición impasible: la propia campaña electoral. ¡Qué difícil es soportar lo que dicen, en constante agitación, los políticos! Saturan palabras que tienen asignado un momento para su uso y no deberían convocarse reiteradamente, a saber: democracia, libertad, justicia, igualdad y demás entelequias (¿acaso no podríamos sospechar que hay siempre, en quien busca persuadir, una voluntaria ambigüedad en su vocabulario?). No sólo protegen a menudo al vocero, sino que además, de tantas veces que estas palabras lucen como superlativos, se empieza a percibir que su empleo cabe en cualquier oportunidad, y, por tanto, su significado deja de ser el último y eficaz recurso de la retórica. O todavía mayor riesgo: se comienza a creer que estos valores pertenecen únicamente a los partidos políticos o al gobierno de turno y se los adjunta a su identidad, de modo tal que la participación ciudadana deviene fútil. Asimismo, las agresiones provincianas que irrumpen en cada uno de estos períodos, colaboran a nutrir una idea acriollada y no profesional de la actividad política.
Por lo pronto, si las campañas electorales tienden en nuestro país a derivar en esta modalidad de discurso, sería apresurado enlistarla dentro de los rasgos típicos de una «personalidad» o «idiosincrasia nacional»; en efecto, el «provincianismo partidario» sólo puede entenderse como una inflexión original de una característica propia de la actividad política. Carl Schmitt —pese a ciertos aspectos polémicos de su obra— probablemente haya intuido con gran acierto el cariz fundamental de lo político: «El fenómeno de lo “político” puede ser comprendido sólo mediante la referencia a la posibilidad real del reagrupamiento amigo-enemigo, prescindiendo de las consecuencias que de ello se derivan en cuanto a la valoración religiosa, moral, estética, económica de lo “político” mismo». Sin desarrollar los extremos a los que llega el autor alemán, lo que allí se sugiere es que la actividad política es, ante todo, el enfrentamiento entre los actores políticos. Si suponemos que de tal contienda surgieran conflictos de orden económico, diplomático o bélico, ello no alteraría la naturaleza de lo «político», sino que sería una de sus maneras de expresarse.
Con todo, el lector necio no podría justificar fácilmente su pasividad, pues de lo anterior no se deduce razón suficiente para ello (¿creían que íbamos a ser condescendientes con ustedes?). Si es posible hablar de una creciente «frivolización» de los políticos, es debido a la propia contribución que efectúan los votantes al respecto, pues si el electorado uruguayo fuese más lúcido, su voto reflejaría una suerte de medición de la «pertinencia» que presenta cada discurso político. No obstante, alguien podría objetarnos que los uruguayos siempre han sido críticos con sus representantes, pero ello tan sólo demuestra un patrioterismo de ocasión, puesto que si efectivamente fueran así, concluirían en la acción y no en la parálisis. ¿O van a decir que una vez realizadas estas «críticas», salimos a la calle y hacemos la revolución? ¡No hacemos nada! Criticamos a todo el mundo y luego permanecemos quietitos: perros mimados, siempre con su huesito enterrado.
La única oportunidad que existe para distanciarse, siquiera levemente, de nuestro egoísmo natural, es en el momento de votar, pues se decide —conscientemente o no— sobre el destino del país. Todo lo cual parece muy pomposo y engolado, pero al pensarlo bien, quizás se pueda disuadir tal escepticismo: por una vez en la vida, tenemos la capacidad de proyectarnos en conjunto con en el resto de las personas que viven en nuestro país. ¡A votar, carajo!
Mateo Dieste

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