SOBRE EL CONTRATO CONSIGO MISMO
El contrato es la tutela jurídica que el derecho le da a ciertas relaciones sociales. Es la solución que éste brinda cuando un individuo quiere satisfacer un interés pero necesita de otro para lograrlo. Y ello requiere, naturalmente, un acuerdo entre ambos que establezca un equilibrio entre sus intereses, es decir, que si A obtiene x B no se perjudique, y del mismo modo si B consigue y. Por esta razón, el art. 1247 de nuestro Código Civil dice que el «contrato es una convención», es decir, la conformidad mutua que han resuelto las dos partes del negocio jurídico.
De este ligero repaso, identificamos fácilmente que la voluntad es un elemento determinante en el contrato: es el ingrediente que hace efectiva la convención. Y particularmente adquiere algunas dificultades cuando es analizado en nuestro asunto a tratar, el contrato consigo mismo, cuyo nombre inmediatamente llama la atención porque contradice la propia esencia del contrato (el acuerdo de voluntades).
Aún así, Gamarra lo plantea con el siguiente ejemplo: «Supongamos que A es representante de B (representado) y que éste le ha conferido el encargo de vender un determinado bien suyo; en lugar de celebrar este contrato con un tercero (C), A puede realizarlo consigo mismo»...«es posible que A, actuando a nombre propio, le compre este bien a B; en tal caso son partes en el contrato de compraventa A y B, pero en la formación de este contrato interviene únicamente A. El contrato es obra de un solo sujeto». Y luego agrega: «En el contrato consigo mismo el sujeto actuante se ve enfrentado a un conflicto de intereses: por un lado está su propio interés personal; por otro, el interés del representado»(1). Es, pues, pertinente preguntarse: ¿es posible que en un mismo individuo se manifiesten, simultáneamente, dos intereses contrapuestos? Imposible; no puede estar decidido a querer y no querer algo. Podrá, en todo caso, desear muchas cosas, pero jamás podrá tener intereses diversos al mismo tiempo; precisamente porque tener un interés significa que hay una voluntad que lo persigue, y, en efecto, es craso error pensar que puedo dirigirme hacia dos puntos a la vez. Al no reparar en ello, Gamarra(2) incurrió en una concepción abstracta del negocio jurídico que considera a las partes prescindiendo del aspecto psicológico fundamental en este caso. Su refutación a la existencia del contrato consigo mismo, apoyándose en que tendría objeto y causa ilícita(3), ignora la raíz de este problema y continúa en la abstracción formal.
Si bien la lógica nos da la posibilidad de esa formulación conceptual, el hombre presenta otros caracteres que evaden a las reglas formales: por eso debemos complementar la perspectiva de análisis integrando los aspectos relevantes.
Cafaro y Carnelli han señalado con lucidez: «Fácticamente [...] la voluntad es una sola, ya que se reduce a la del mandatario [representante], aunque formalmente se pretenda un desdoblamiento que psicológicamente es imposible»(4). De modo que si el representante vende el bien del representado a determinada suma de dinero, éste no intervendrá para acordar el precio y no habrá consenso. Incluso si el representado preestableciera uno en el poder, con «aprobación expresa» (art. 2070 del Código Civil), y además «autorizara»(5) al representante a comprar el bien ajeno a nombre propio (autocontratarse), pasaría a ser una propuesta (art. 1262 inc. 2º del Código Civil) donde las partes estarían claramente definidas; en efecto, no hay posible autocontrato: es, lisa y llanamente, un contrato una vez aceptada la propuesta (acuerdo de voluntades).
Ciertamente es sólido el argumento del principio del consensualismo para refutar la consideración del llamado «autocontrato», pero tan solo nos sirve para distinguirlo fuera de la categoría del contrato. No alcanza con adherirnos a la clasificación lacónica de «esto no es contrato». Es necesario agudizar la retina y analizar aquello del cariz psicológico del representado.
Habíamos anotado que el individuo no puede expresar dos voluntades opuestas —la suya y la del representado— al mismo tiempo. Ello se debe, en primer término, a que toda expresión de voluntad existe a causa de un motivo particular que la excite, y ubique en su horizonte, un objeto determinado, al cual tenderá necesariamente toda su fuerza. De modo que el «conflicto de intereses» que menciona Gamarra implicaría la existencia de dos voliciones paralelas dentro de un mismo sujeto; en otras palabras, significaría admitir la omnipresencia.
El interés que se tiene en algo comprende una conducta favorable hacia ello, por eso sería absurdo poder vivir con intereses contrarios, ya que se anularían entre sí. El denominado contrato consigo mismo, no sólo está por fuera de la noción de contrato, sino que ignora completamente los efectos de un interés humano. Toda actividad implica elección y exclusión de un interés: al elegir uno descarto el resto, y mi voluntad queda enhebrada a tal decisión. Como escribía Schopenhauer: «Esperar que un hombre se resuelva a algo, sin que algún interés lo determine, es como imaginar que un pedazo de madera pueda moverse para acercarse a mí, sin que tire de él una cuerda»(6).
Finalmente, la decisión que pueda tomar el «autocontratante» es proclive a cumplir su provecho —que en la situación dada sería un acto egoísta porque no se tendría en cuenta el interés del representado. Dicha decisión tiene, si se quiere, cierta libertad —pues no existe una necesidad jurídica en el susodicho que lo haga obrar de forma predecible. Por tal razón, hemos considerado apropiado el fundamento schopenhaueriano del carácter —que viene al caso— y transcribimos a continuación: «Por el carácter innato de cada hombre, están determinados en su esencia los fines en general, hacia los cuales tiende invariablemente; los medios a que recurre para lograrlos se determinan, ora por las circunstancias exteriores, ora por la manera de comprenderlos y verlos, cuya exactitud depende de la inteligencia y de la cultura». Y como ejemplo ilustrativo, comenta: «Puedo hacer lo que quiera. Puedo, si quiero, dar a los pobres cuanto yo posea, y empobrecerme a mí mismo si quiero. Pero no está en mi mano quererlo, porque tienen mucho imperio en mí los motivos opuestos. En cambio, si tuviera yo otro carácter y llevara la abnegación hasta la santidad, podría quererlo, pero entonces no podría dejar de hacerlo, y lo haría necesariamente»(7).
Temas como el del contrato consigo mismo, requieren, a mi juicio, olvidar la jerigonza jurídica y sus rígidos formalismos, que crean una mole de confusiones tendientes a bloquear el pensamiento. El jurista debería, antes de distraerse en una nomenclatura torpe, concentrarse en la situación concreta que ha decidido analizar, tomando los aspectos que escapan de su materia —con igual consideración— en los momentos que resulten necesarios.
Mateo Dieste
NOTAS
(1) Gamarra, Jorge: Tratado de derecho civil uruguayo, Montevideo, F.C.U., 1979, t. VIII págs. 23 y 26.
(2) Tambien antes Peirano Facio. Véase: Peirano Facio, Jorge: Contratos, Montevideo, Del Foro, 1996.
(3) Gamarra, Jorge: Tratado de derecho civil uruguayo, Montevideo, F.C.U., 1990, t. XV, págs. 195-196.
(4) Cafaro, Eugenio y Carnelli, Santiago: Eficacia Contractual, Montevideo, F.C.U., 1996, pág. 115.
(5) Dice Diez-Picazo: «La voluntad del representado (licencia, asentimiento) puede ser anterior al acto de autocontratación. Es discutible si esta voluntad del representado constituye una particular especie del poder de representación (poder para autocontratar), si es una modalización del genérico poder de representación del cual forma parte como elemento de su contenido o si es una autorización. En nuestra opinión, la línea que hay que sostener es la segunda. No se puede hablar en puridad de un poder para autocontratar, ni tampoco de una autorización de la autocontratación que sea constitutiva de un negocio jurídico distinto del apoderamiento. Se trata de una modalización o de un particular contenido que al poder se asigna» (Díez-Picazo, Luis: Fundamentos del derecho civil patrimonial, Madrid, Civitas, 1996, t. I, pág. 194).
(6) Schopenhauer, Arthur: La libertad, México D.F., trad. española, Premia, 1980., pág. 74.
(7) Ob. cit. págs. 92 y 74.
viernes, 10 de julio de 2009
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