sábado, 26 de junio de 2010

Arqueología de la Fe, por Bernardo Borkenztain

Hay un problema que tiene en vilo, desde antiguo, a los filósofos del conocimiento, en particular los analíticos, y es el hecho de si es posible, después de todo, saber algo.

Y es que no solamente es difícil definir tal cosa como el “saber”, sino que una vez que se llega a la tregua en cuanto a tal definición comienza el problema de saber a cuales cosas puede predicárseles que “son sabidas”.

Por lo pronto, la definición más socorrida en los textos suele ir por le lado de que saber sería estar en posesión de una justificación para creer en que determinada cosa es verdad. Así, y esa sola definición hace verter ríos de tinta, el saber sería “creencia justificada en que algo es verdad”. Y genera dos problemas enormes, a saber cuando algo es verdad y además, que sea verdad el hecho de que se está justificado para creer tal cosa. [1]

Los escépticos, que para los filósofos del conocimiento vienen a ser una especia de dolor de muelas, en su versión más radical afirman que no se puede saber nada, porque para cada afirmación cuya verdad se afirma conocer, digamos, “A es verdadero” requiere además conocerse que “se está justificado”, para conocerla, y a su vez se está justificado para creer que se está justificado para conocer que “A es verdadero” y se origina así una regresión al infinito que impide realmente conocer nada.

Por el otro lado, los crédulos (raza que le ha dado muchos teólogos y poco filósofos a la humanidad [2]) se ven compelidos a saltarse este inconveniente y aceptar como verdades cualquier cosa que se afirme, tomando como “justificación suficiente” una variante de argumentos que van desde el principio de autoridad (sale en los diarios, lo dice la tele) hasta el dogma profundo (porque sí, así fue siempre).

En el medio por supuesto nos encontramos los seres humanos comunes, más o menos racionales, ora escépticos, ora crédulos, y con una propensión sobre la que ejercemos un control variable de creer que somos portadores de “LA” verdad, en tanto los otros son unos pobres ingenuos que no son capaces de admitir tal obviedad. Un viejo chiste afirma que un egoísta es un tipo que se quiera más a sí mismo que a mí, y análogamente podría comentarse que un necio es el que inexplicablemente se cree más a sí mismo que a mí.

El 6 de marzo, leí en “La Diaria” una divertida nota acerca de una burla a las religiones llamada “pastafarismo” (y a la que me remito) que ilustra una de las puntas el problema, la de quienes optan por le escepticismo. En efecto, de trata de una religión que adora al “monstruo de espaghetti volador”, una entidad inventada cuyos poderes se han ido multiplicando en Internet por medio de sus adeptos. Éstos solamente siguen, a modo de juego, las líneas argumentales de Russel y Sagan acerca de que jamás puede hacerse caer sobre el escéptico el peso de la prueba de una afirmación, un tema que ya fue comentado en la columna “Y a eso lo llaman pensar”, pero que sigue siendo problemático, porque con respecto a los temas del saber es cada vez más imposible acceder a consenso no ya que permitan resolver los temas que se discute, sino que, peor aún el dogmatismo lleva las discusiones más banales al nivel de guerras santas.

No importa lo que sea el tema en discusión, si alguien afirma creer algo y alguien que no lo hace, y discuten por tal cosa, el voltaje suele subir rápidamente, la agresividad junto con él y se termina monologando a dúo y a los gritos, en una patética escena de intolerancia. Como ejemplo, alcanza imaginarse lo que pasa cuando alguien dice: “Hamas”, “Benedictus”, “sionismo”, “neoliberalismo”, etc. El problema se suscita por una mecánica perversa que, asombrosamente se la asocia solamente con el fundamentalismo, pero que es endémica. Vamos a ver si podemos desenmascararla.

Como la madre de todas las discusiones es, por supuesto el eterno problema de la existencia de Dios, y sin entrar en ahí más que como ejemplo, las posiciones suelen ser, por el lado del escepticismo, que Dios no existe porque no hay evidencia empírica de tal hecho y del otro lado, que eso no es así, porque antiquísimas pruebas religiosas lo afirman. O sea, unos admiten la existencia de textos antiguos que afirman la existencia de Dios como “justificación suficiente” y los otros no. De hecho, remiten al momento anterior a esos textos para relativizar la posibilidad de la fe en esa época. El problema es que al discutir, rápidamente cada parte deja de argumentar a favor de su creencia y la justificación de sustentarla, para volverse un agresor escéptico de la posición contraria.


Así, en teología, los debates suelen comenzar como las partidas de ajedrez, con aperturas más o menos estereotipadas en las que los racionalistas exigen evidencia empírica de una entidad propuesta como metafísica desde su propia formulación y los creyentes intentan adjudicarle el rango de evidencia a afirmaciones que solamente se basan, en el mejor de los casos, en relatos de otras personas o interpretaciones de la ocurrencia de ciertos eventos como milagrosa (por su oportunidad, por ejemplo) y de ahí extrapolar una intencionalidad divina de tal hecho.

En economía, por ejemplo, ocurre algo análogo entre neoclásicos e igualitarios, por ejemplo, con la salvedad de que aquí ambos contrincantes se suelen autoadjudicar la posesión del punto de vista racional por antonomasia. Lo interesante es que difieren incluso las definiciones de lo que esto significa, siendo para el neoclásico la postura del “egoísta racional”, o como mucho el de un buen sujeto de la teoría de juegos, que admite la colaboración sobre base egoísta, en cambio para los otros lo racional es la igualación de las posibilidades de los menos afortunados.

En el primer ejemplo, una evidencia empírica de la existencia de un Dios no sería, como parecen creer las cientos de miles de personas que acuden anualmente a Lourdes por curaciones cuando la propia iglesia no llega a reconocer ni un ciento de curaciones milagrosas, sino como ironizara Woody Allen, que se manifestara de una forma incontrovertible, como haciendo aparecer un millón de dólares en mi cuenta bancaria. Para los creyentes en cambio es inexplicable (y genera en ellos las misma condescendencia que sienten los ateos) que alguien sea ciego a las obvias demostraciones de la existencia de Dios, y la partida queda en tablas.

En el otro es peor todavía, porque la misma circunstancia es exhibida por unos como favorable, y los otros como deletérea de sus posiciones. Pongamos por caso, el “Plan de Emergencia” o su sucesor, el “Plan de Equidad”. Para los neoclásicos es una injerencia del Estado en el ámbito privado inexcusable[3] y por lo tanto inmoral además de irracional y para los igualitarios es una medida no solamente genuina sino imprescindible (más allá de particularidades en la implementación, eso siempre tiene aciertos y errores y no es el fondo de esta cuestión) y no sólo es racional sino que es necesaria. De nuevo, tablas.

El problema de tanto empate es obvio, cada una de las partes se siente en posesión de “la” justificación de su creencia en “su” verdad, avalado por su propia concepción de lo racional, que de partida excluye a la contraria. Es que estas visiones, que son constitutivas de los horizontes filosóficos personales, lo son también de la forma en que cada uno percibe el mundo, y no ha faltado el filósofo que afirmara que lo son del propio mundo en que uno vive. Esto es lo fundamental en tanta imposibilidad de comunicación. Por eso no es raro que las posibilidades de entendimiento siempre guarden relaciones inversas con los fundamentalismos, ya que los radicales siempre son, por definición, menos capaces de asumir, aunque sea en beneficio de la discusión, el punto de vista del otro, única forma de intentar captar cómo es que vive al mundo.

Ahora, en algunos ámbitos los acuerdos son posibles, si la economía marcha bien y existe bienestar más o menos repartido en la población, poco importa la teoría que lo genera, pero como siempre se podría estar mejor, eso no los hace para nada probables. Por el otro lado, los asuntos trascendentales de carácter metafísico no pueden ser objeto de acuerdo, Dios no puede existir en un 65%. Y si bien en teoría los racionalistas o los igualitarios, por la definición de sus propios paradigmas deberían ser más abiertos a lograr la incorporación de la alteridad, eso no es así y los fundamentalistas de la tolerancia suelen ser indistinguibles de los Benedictus que excomulgan niñas de nueve años, los Ayyatolahs que emiten “fattwas” para matar a los que los molestan o los judíos ortodoxos que apedrean mujeres que visten pantalones en “Meah Shearim”.

Mientras tanto, seguimos sin ser capaces de saber qué es o no lo racional, dónde está la famosa justificación para poder creer algo y que lo constituya en saber.

Mientras tanto, el planeta se contamina, la riqueza se concentra, el odio aumenta y la tecnología parece más adecuada para desarrollar mejores celulares pero no para sustituir el petróleo que se acaba o paliar el hambre y la enfermedad del mundo.

Mientras tanto, paren el mundo…

Bernardo Borkenztain


[1] Por un tema de necesidad, debo citar aunque sea a nivel de nota el histórico trabajo de E. Gettier, “Is justified belief knoledge?”(1963) que se puede bajar, tiene solamente tres págninas y cuestiona eficazmente esta definición.

[2] Y que se lea bien esto, afirmo que muchos crédulos devinieron teólogos, pero jamás lo recíproco: muchos teólogos son incuestionablemente sólidos en sus afirmaciones, que podrán o no ser compartidas, pero jamás afirmarse de ellos ligeramente que son irracionales. Sólo acoto que la incredulidad es la marca del filósofo, se decante luego a dónde lo hiciere en sus creencias.

[3] Salvo cuando los mercados financieros se derrumban y hasta en USA los más fervientes “Chicago Boys” corren lloriqueando a mendigar la intervención que salve a los bancos. Pero esa es la racionalidad neoliberal (no la de los más ortodoxos que sí la rechazan) está bien socorrer bancos que se funden con dinero que luego usan, no para reactivar los créditos sino para comprar otros bancos, pero jamás para hacer lo propio con los pobres. Eso es asistentcialismo, Dios nos libre y nos guarde…
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