viernes, 25 de junio de 2010
Seamos realistas: Lo que aún queda de Mayo del 68.
Seamos realistas: Lo que aún queda de Mayo del 68.
Daniel Ruiz.
La elección que enfrentamos a propósito del mayo del 68 plantea de nuevo la alternativa entre hacer una lectura moderna o una posmoderna. La ruptura crucial que representa la lectura posmoderna consiste en rechazar la dimensión política del mayo del 68: para autores como Lipovetsky o Vallespín, la retórica antijerárquica del 68 era un pasaje necesario para que el nuevo espíritu del capital pudiera revolverse exitosamente contra las organizaciones sociales opresivas del capitalismo corporativo. De modo que sin la mediación del 68 habría sido imposible la realización del sistema capitalista como proyecto consecuente. En cambio, sostenemos que el 68 permaneció fiel al antiguo procedimiento dialéctico de concentrarse en el lugar donde ese proyecto se malograba como único modo de llegar a la verdad del sistema capitalista. Esto es lo que el 68 vendría a expresar con la fórmula: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. Palabras clave: individuo, capitalismo, alienación, politización, Cuando hace dos años, Sarkozy, en su asalto a la presidencia de Francia, se refirió al mayo del 68 como un movimiento juvenil consciente de su papel histórico, debió olvidar una célebre pintada callejera de aquel momento, que rezaba: “Tomemos en serio a la revolución, pero no vayamos a tomarnos en serio a nosotros mismos”. A cualquier estudiante que se le hubiera preguntado qué estaba ocurriendo en aquel momento seguramente habría contestado: "todavía es demasiado pronto para dar una respuesta"1. En efecto, hubo que esperar a los años 80 y a la desintegración del bloque socialista para que la discusión sobre el lugar histórico del mayo del 68 . La pregunta decisiva que los artículos contemporáneos a los acontecimientos parisienses se esforzaban por responder era la siguiente: “¿Qué es lo que está pasando en París?”. No sólo había un intento por describir los hechos, las manifestaciones, las asambleas, la presencia de la gente en la calle, la ocupación de los centros de enseñanza y de las fábricas, sino también de ofrecer una definición de todo aquello. Pero nadie sabía lo que era y tampoco había manera de saber hasta dónde llegaría.
quedara inaugurada oficialmente. Los revisionistas liberales intentaron imponer la idea de que el triunfo del capitalismo democrático ocurrió exactamente en el momento justo. Para la izquierda, por el contrario, los sucesos más visibles y explosivos del mayo 68 fueron la consecuencia inevitable de un deseo de transformar la vida social. Esta ductilidad en la interpretación del mayo del 68 es, sin duda, uno de los reversos necesarios de su significante, cuya recepción historiográfica siempre ha reflejado estrechamente las vueltas y revueltas de las luchas políticas. La señal identificadora de toda clase de conservadores es su rechazo absoluto: el mayo del 68 fue, como recuerda Raymond Aron, una revolución ausente desde su mismo inicio. Como su derrota fue el resultado de una sociedad razonablemente satisfecha consigo misma, cualquier rastro revolucionario quedó borrado lo más rápidamente y a fondo posible. La actitud liberal típica es igualmente distintiva: lo esencial del mayo del 68 no residía en el contenido de las utopías gauchistes sino en las exigencias puras del individualismo democrático. Ésa es la razón por la que el mayo del 68 fue un movimiento fundamentalmente antijerárquico y antitradicional. Su fórmula era "lo social sin lo político. Cualquier lectura antiliberal del mayo del 68 se encarga de invertir esta fórmula: puestos a admitir la igualdad y las libertades individuales, lo que debía reconocerse era la política como un acto necesario para defenderlas y afirmarlas. La confianza de que podría ocurrir un nuevo estallido en cualquier momento se mantuvo hasta el final del decenio de los 70 (el 78 está marcado en Italia por el asesinato de Aldo Moro, en Alemania por las detenciones de la RAF, en España por la Constitución). Esto explica que, con la distancia del tiempo, se abriera la pregunta que la década de los 80 acabaría respondiendo: “¿Qué queda de Mayo del 68?”. 3 Por eso, en un ensayo dedicado a lo que aún queda de aquel acontecimiento hay que partir del supuesto de que nos las habemos con un símbolo, “Mayo del 68”, compuesto por una multiplicidad de discursos que se han ido incorporando en diversos momentos y con diversas significaciones, hasta el punto de conformar un significante “extremadamente cargado y a la vez profundamente evanescente: cargado porque ha condicionado la vida política de muchos y ha cambiado el modo de hacer política; casi evanescente porque habrá quien pueda dudar de que algo tan confuso y poco definido haya existido alguna vez” [GALCERÁN, 2008, ]. Raymond Aron cuenta en sus memorias que el 29 de mayo de 1968 le llamó por teléfono Alexandre Kojève y le animó a interesarse por lo que estaba sucediendo. Kojève le dijo que los disturbios le producían repugnancia, según cuenta Aron, porque “nadie mata a nadie”. Probablemente, si Aron hubiera conocido a fondo la filosofía de Kojève, hubiera tenido esta respuesta presente sin necesidad de formular la pregunta. Según la tesis liberal, existía una necesidad histórica de afirmar los principios del individualismo democrático, pero, como demuestra el ejemplo francés, hacerlo de una manera eficaz exigía alcanzar el ámbito de lo cotidiano. DEBRAY (1979) 47 sostiene que el mayo del 68 actuó como un instrumento de modernización al eliminar los obstáculos institucionales que impedían la integración de Francia al capitalismo de consumo multinacional y norteamericanizado. De acuerdo con esta explicación, el desencanto de la generación de 1968 fue una consecuencia inevitable de la lógica objetiva de los acontecimientos –consistente en modernizar y no en abolir el capitalismo francés. El argumento de Debray es retomado por LIPOVETSKY (1992), quien lo lleva aún más lejos y lo generaliza, hasta el punto de identificar las revueltas de fines de los sesenta con el establecimiento del individualismo narcisista identificado por Lasch, Sennet y Bell. CASTORIADIS (1998): “Tampoco puede ignorarse pura y simplemente los “contenidos” del movimiento, es decir, la sustancia de las demandas y la significación de los movimientos de los años 60 –era una mezcla de ideas “revolucionarias tradicionales” y de críticas, o de sobrepasamiento, a menudo ciertamente larvado y confuso, de las formas y contenidos tradicionales del “movimiento obrero” o “socialista”. Esto es apreciable incluso en la confusión y las ilusiones de muchos de los participantes. Incluso las peores mistificaciones que circularon antes, durante y sobre todo después de Mayo, se debían al deseo de ver realizado alguna vez un estado de actividad colectiva autoorganizada y espontánea”
Sin embargo, sería demasiado fácil agotar este evento en cualquiera de estas lecturas. Algo, una especie de corte histórico, ocurrió efectivamente en los primeros arranques del mayo francés (cuando aún no había emergido como categoría simbólica y los acontecimientos se limitaban a algunas vagas noticias venidas de los campuses de California y otras más cercanas de tumultos estudiantiles en Berlín, Atenas o Milán): en el fondo, la razón por la que todos, incluida la “izquierda radical”, se mostraron desconcertados ante el pronunciamiento estudiantil es que no perseguía fin alguno. Lo incierto ya no era saber lo que los estudiantes realmente querían (cuáles eran sus ideas, cuáles sus proyectos), sino su negativa a dar una explicación clara y sin contradicciones, su negativa a dejar ver qué es lo que podía hacerse con ellos7. La respuesta concreta a la pregunta: “¿Qué es lo que queréis con todo esto?” era radicalmente imposible de satisfacer: lo que se pedía era lo imposible. Creemos que las tres lecturas fundamentales sobre el mayo del 68 no son capaces de analizar la dimensión genuinamente política que lo atraviesa, y por esta razón no pueden responder a su pregunta decisiva. ¿Qué es lo que se quería indicar al pedir lo imposible? ¿Qué se quiere decir con ello y por medio de ello? ¿A qué conduce la ausencia absoluta de toda demanda? El camino que vamos a seguir es el siguiente. Primero abordaremos la reformulación de lo político que surge a raíz del mayo francés y de su incidencia decisiva tanto en la definición de su objetivo inmediato como en la descripción de los medios necesarios para llevarlo a cabo . A eso conviene añadir la consideración del clima especialmente crítico del momento, cuyo imaginario ofrece la clave para una metacrítica del argumento formulado por el mayo francés contra los fundamentos del sistema capitalista y con ello la alienación radical de las distintas esferas de la vida cotidiana. Ahora bien, que el objetivo del 68 se llevara a cabo allí donde el reformismo social-liberal entró en acción para destruir la organización jerárquica y burocrática de la sociedad capitalista también nos obliga a reconsiderar la ambigüedad de su legado. De ahí que desarrollemos nuestra propia interpretación contra la tesis fundamental de la lectura posmoderna: la idea de que el 68 se limitó a actuar como un corrector social a la comprensión inadecuada de los principios liberales. Si se mira más de cerca, el 68 ataca estos principios en sí mismos, y cuestiona el núcleo individualista de la comprensión moderna de la libertad, cuya apoteosis se encuentra en el capitalismo global . 1. LA IRRUPCIÓN DEL PRONUNCIAMIENTO ESTUDIANTIL: CLAVES PARA UNA NUEVA COMPRENSIÓN DE LA POLÍTICA. 7 Resulta muy tentador reconstruir las condiciones socio-históricas que promovieron y explicaron esta agitación estudiantil. El Movimiento 22 de marzo es particularmente significativo: nace de una mezcla explosiva entre la realidad desértica del campus, la represión de las instituciones disciplinarias académicas, la taylorización del trabajo intelectual y la creación de nuevas formas de acción política (meetings improvisados, sabotaje e interrupción de los cursos, boicot de los exámenes, huelgas al margen del ordenamiento político o sindical, impugnación de la enseñanza y de los fines de la Sociología...). Ahora bien, más allá de la fractura a nivel político con el gaullismo y el sistema institucional dominante, lo que estaba en juego era el rechazo frontal de la “universidad-fábrica”, la denuncia contra el saber y su compartimentación (que tendía a modelar los contenidos de la enseñanza en función de las necesidades del aparato productivo) y, sobre todo, el interrogante sobre cuál debía ser el papel del estudiante (para qué se estaba preparando, para qué iban a servir sus estudios).
Para convencernos de la radicalidad política del movimiento estudiantil, hay que comprender el corte histórico que introdujo, así como los efectos que contribuyó a propiciar. Este corte tiene una cara “objetiva”: Lo político no puede reducirse a una acción estratégico-pragmática, y los actos que podrían hacer que ocurriera efectivamente algo han de negar las coordenadas de lo políticamente pensable. Y una cara “subjetiva”: Los acontecimientos del 68 no son la rebelión espontánea de las viejas colectividades obreras: no ya el mítico proletariado marxista como sujeto de la historia, sino un movimiento indeterminado y sin una identidad claramente reconocible. La pretensión de intervenir políticamente y la falta de protagonismo del proletariado como sujeto revolucionario fueron, por supuesto, rápidamente combatidas desde posiciones maoístas y trotskistas, especialmente críticas con el Partido Comunista Francés, cuya pasividad había dejado correr según ellos una oportunidad histórica. Estaba claro que el pronunciamiento estudiantil constituía en cierta forma una traición a la revolución, ya que rompía las características fundamentales de una politización ligada a la lucha de clases: 1) La función del partido dirigente quedaba cuestionada; La conciencia individual se encontraba desligada de la conciencia de clase; 3) El medio en el que debía desplegarse la conciencia política estaba despojado de toda forma organizativa. Por otro lado, los efectos derivados de esta ruptura eran perfectamente reconocibles: 1. La creciente complejidad del orden social: Tradicionalmente, la posición de los intelectuales de Partido se había basado en la creencia de un agente que tuviera una comprensión completa y perfecta de la situación histórica y, por tanto, de la posibilidad de una organización transparente de la sociedad que excluyera la alienación. La clase obrera y su lucha no podía cumplir de manera espontánea su misión histórica sin que el Partido interviniera desde el exterior sacudiéndola para sacarla de su espontaneidad. Sin embargo, a partir de la década de los sesenta, no sólo la televisión, sino también otros hechos paralelos como la posibilidad creciente de viajar y de entrar en contacto con otras culturas o la proliferación de estudios académicos o de divulgación sobre acontecimientos políticos de muy diversa índole “pusieron de manifiesto algo que muchos sospechaban: el funcionamiento real de unos mecanismos sociales complejísimos, cuyas ramificaciones resultan imposibles de abarcar en su totalidad y, por consiguiente, de manipular, salvo a muy pequeña escala y con fines estrictamente particulares”8. La constitución de la sociedad como una red compleja de “subsistemas” y la imposibilidad de referir la totalidad del saber al orden social obligaban a redefinir el propio estatuto del Partido como sujeto político.
2. La desconfianza radical hacia el sistema: El 68 también dejaba de manifiesto las maquinaciones de los grupos tenidos hasta el momento por legítimos, tanto políticos como económicos, religiosos, culturales, etcétera. Que esto fuera aplicable a todos o sólo a la mayoría no es relevante. Lo decisivo era el sentimiento dominante de desconfianza radical hacia cualquier sistema constituido, la elevación de la corrupción a principio estructurante de la burocracia y la presencia de un hiato insalvable entre lo que se consideraba necesario para la vida de los individuos y lo que el poder era capaz de procurar para satisfacerlo. El 68 era la constatación de que todo orden social existente es impotente para resolver los problemas de la vida individual: ya no era normal establecer una separación tan tajante entre la esfera de la vida cotidiana, por una parte, y el ámbito de la política, por otra, sin que las contradicciones surgidas entre las prácticas desarrolladas en uno y otro de esos dos planos fueran dignas de no recibir ninguna atención. 3. Un nuevo modo de intervenir políticamente: En general, se puede observar que las metafísicas que afirmaban la muerte del hombre lo habían “sobredeterminado” en tanto sujeto pensante y actuante (ya fuera cartesiano o marxista respectivamente): el hombre no hablaba, sino que era el objeto del cual “se” hablaba; el hombre no actuaba pensando sino que “se” pensaba cómo debía actuar. El “se” había convertido al sujeto en la máquina racional de un sistema tecnocrático casi perfecto y era preciso oponer una nueva manera de hacer tanto a la decisión política del Partido como a las contiendas reivindicativas de los trabajadores y sus Sindicatos. En pocas palabras, la supresión del “se” debía tener efectos politizadores e implicar un modo de intervención política ajeno a la estructura organizativa del Partido y al método de las luchas reivindicativas. La conciencia de la sociedad como un orden complejo irreductible al saber del Partido, la exigencia política de abarcar todos los aspectos de la vida cotidiana, el descubrimiento de una manera de intervenir desprovista de la modalidad organizativa del Partido y del método habitualmente empleado en las contiendas laborales y sindicales... A simple vista, la ruptura introducida por el 68 debía afectar de manera radical el status inherentemente “antagónico” de la política. Después del 68, la resolución despolitizadora de todos sus efectos ha puesto de manifiesto el carácter ambiguo de esta ruptura: en primer lugar, el sujeto político “clase obrera” se ha visto reemplazado por una multiplicidad de estratos o grupos sociales particulares que han reformulado sus problemas en movimientos que no son políticos, sino de protesta social; en segundo lugar, el vacío entre la vida cotidiana y la política se ha suturado con el saber experto de la tecnocracia (economistas, especialistas en opinión pública...) y la libre deliberación democrática atenta a las necesidades y demandas concretas de los individuos; en tercer lugar, la acción política se ha colapsado entre la política parlamentaria institucionalizada y los nuevos movimientos sociales.
No es de extrañar, pues, que a la hora de abordar los efectos más inmediatos de esta despolitización de la vida no pueda pasarse por alto la relación de este fenómeno con el mayo francés. Desde la izquierda hay, por lo menos, tres posiciones claramente diferenciadas: a) La primera posición retoma el mayo francés como un acontecimiento necesario para reformular la lucha política propiamente dicha, que no debe entenderse como un debate racional entre intereses múltiples (Habermas), sino como el intento de que la propia voz sea escuchada y reconocida como la voz de un asociado legítimo: cuando el movimiento estudiantil francés protestó contra la elite gobernante no sólo estaban en juego sus demandas explícitas, sino su derecho a ser escuchado y reconocido en el debate en pie de igualdad. b) La segunda posición asimila el mayo francés a una especie de provocación histérica que consistió en la negativa radical a asumir la toma del poder. Su defensor más conocido es Slavoj Zizek. Para él, un verdadero revolucionario no teme “el pasaje al acto”, no teme las consecuencias, por desagradables que sean, de la realización de su proyecto político. El mayo francés, por el contrario, se permitió pequeñas demandas narcisistas con plena conciencia de que el poder estaría allí para asegurar que en realidad no se derrumbara el sistema9. c) La tercera posición sería la de la izquierda clásica marxista en sus distintas versiones. El hecho de que el mayo francés no abriera una brecha duradera y profunda debe atribuirse al dominio de los movimientos obreros y estudiantiles por parte de organizaciones e ideologías socialdemócratas, comprometidas únicamente con la obtención de reformas parciales dentro del marco de colaboración entre las clases. La única manera de contrarrestar los efectos de esta contrarreforma pasaría por crear nuevas explosiones sociales comparables a las del 68 mediante un movimiento anticapitalista organizado. Aunque estas tres opciones tienen en común un retorno a la política y el deseo de restituir su componente antagónico, lo que comparten es la retirada que suponen respecto a la implicación política concreta del 68: ¿qué estaba pasando cuando el mayo francés se atrevía a pedir lo que no se podía pedir? ¿Cuál era la lógica inherente a esta peculiar demanda? Qué es lo que no estaba dispuesta a aceptar? En una entrevista hecha por Jean Birnaum el 6 de mayo de 2006, Slavoj Zizek comentaba lo siguiente: “En esto, soy crítico con respecto a toda la herencia de Mayo del 68. Participé, sí, pero no me gustó. Fue un espectáculo. Detesto esa idea de la explosión liberadora… Lo que me interesa es el día después, el momento en que uno se pregunta cuál es la diferencia con el orden anterior. Para San Pablo como para Lenin, el problema es el mismo: cómo traducir la revolución a un nuevo orden positivo a través de formas inéditas de politización y hasta a las cosas más cotidianas (el matrimonio, el sexo). Mi problema es ése: el retorno al orden”
indicio nos lo puede proporcionar la apuesta sesentayochista por el automovimiento de la vida: una idea desarrollada con la terminología propia de la crítica ideológica y en el horizonte de experiencias de su tiempo, pero que debe ser radicalmente reformulada en relación a nuestra experiencia actual. EL 68 CONTRA LA ALIENACIÓN: EL AUTOMOVIMIENTO DE LA VIDA COMO LEGADO AMBIGUO. ¿Cuáles son las condiciones de fondo que hicieron posible un movimiento de revuelta estudiantil que no se ajustaba a los patrones de los movimientos marxistas tradicionales o de la izquierda radical al uso? Quizás sería útil recordar algunos de los acontecimientos intelectuales que precedieron al movimiento o se estaban produciendo en esos momentos en otros puntos. Convendría citar, si no como influencia, sí como premonitorio de lo ocurrido el libro de La sociedad del espectáculo, del situacionista francés Guy Debord, publicado en 1967. Si profundizamos un poco, en seguida percibimos que el dibujo de aquel libro conformaba el paisaje de fondo que dotaría de sentido a la revuelta parisina. No en vano, el mensaje fundamental del libro de Debord fue el haber alertado de los peligros de la tendencia racionalizadora y planificadora del poder burocrático en los nuevos estados industriales (Galbraith). Si nos dejamos llevar por esta tendencia, perderemos de vista de qué modo el capitalismo consumista organiza la apariencia de un modo totalitario, es decir, como una sociedad mercantil y del espectáculo. Lefevre suscribía precisamente esta totalización de la apariencia como la máxima expresión de una sociedad alienada. El espectáculo no era más que la generalización del concepto de alienación a todos los ámbitos de la sociedad: manifestaba el proceso general de sustitución de las cosas por representaciones que estaba teniendo lugar en la vida cotidiana de los individuos. De ahí la necesidad, para Debord, de fortalecer la crítica frente a la modernización capitalista y su empeño por negar la política a partir de una existencia administrada. Sólo así sería posible recobrar el sentido de cualquier transformación social verdadera. Debord supo expresar con claridad lo que sólo un año después empezaron a intuir los sesentayochistas: la condición objetiva necesaria de la rebelión de mayo fue el asentamiento del nuevo proceso de dominación burocrático-capitalista que se estaba desarrollando en las esferas tanto privadas como públicas de la vida cotidiana. Una nueva sociedad que llevaba su antítesis, sus contradicciones, claramente perceptibles a la mirada del 68 y sólo analizables desde un procedimiento crítico-ideológico. El concepto mismo de alienación implicaba una especie de naïvité básica y constitutiva: el falso reconocimiento de sus propios presupuestos, de sus propias condiciones efectivas, una distancia, una divergencia entre la llamada realidad social y nuestra representación distorsionada, nuestra falsa conciencia de ella. Ésta es la razón de que esa “conciencia ingenua” pudiera someterse a una crítica. El objetivo de este procedimiento era llevar a la conciencia ideológica ingenua a un punto en el que pudiera reconocer sus propias condiciones efectivas, la realidad social que estaba distorsionando, y mediante este mismo acto disolverla. Se trataba de someter la
existencia administrada a una “lectura sintomática”: confrontada con sus puntos en blanco, la crítica radical debía subvertir la alienación de la vida cotidiana detectando las huellas de su verdad oculta en los detalles que se “desprendían” de y desmentían a su verdad “oficial”, en los márgenes que apuntaban a lo que tenía que ser “reprimido” para que la existencia administrada pudiera establecerse de manera totalitaria. Lo que debía caracterizar a un discurso crítico era el hecho de que su textura material (su “escritura”) contara, en cierto modo, otra historia que, por medio de sus vínculos y resonancias laterales, reduplicara y socavara la historia “oficial”. Un caso ejemplar de ello se encontraba en El hombre unidimensional (1964) de Marcuse y su esfuerzo por relacionar los intentos de absorción de la vida por el poder burocrático con el proyecto ilimitado de cambiar al hombre y reconstituirlo de pies a cabeza. El uso capitalista de la lucha obrera en función del propio desarrollo capitalista se había encargado de impedir el acceso a cualquier proceso revolucionario en un nuevo modelo social “disciplinario”: el desarrollo de la tecnología, estrictamente colateral al desarrollo del poder capitalista, no sólo había reducido el contrapoder obrero, sino que lo había transformado en un objeto más de los beneficios consumistas. La sociedad de consumo suponía programación de lo cotidiano, manipulación y cuadriculación racional de la vida individual y social en todos sus intersticios, transformación de lo real en artificio e ilusión al servicio del beneficio capitalista... Sin sujeto revolucionario, la época actual se presentaba como la de la emancipación imposible, la era del desarrollo de la sociedad tecnológica, que podía reproducirse sin apenas necesidad de recurrir a la represión. No en vano, Adorno y Horkheimer veían en ella la culminación de la “dialéctica de la Ilustración” en el “mundo administrado”... Era como si la irónica agudeza de Winston Churchill (“la democracia es el peor de los regímenes políticos posibles aparte de todos los demás”) se repitiera en la Francia de la década de 1960: la “sociedad administrada” occidental era literalmente el peor sistema posible, constituía el punto más elevado de alienación, la desintegración del individuo autónomo...; el único problema consistía en que todas las demás sociedades eran peores, de modo que la elección que se presentaba era entre lo Malo y lo Peor. Por un lado, el “mundo administrado” era el alienante resultado final de la Ilustración y, por el otro, debía soportarse la alienación que acompañaba el desarrollo tecnológico de la propia sociedad puesto que todos los demás regímenes sociopolíticos eran peores; de modo que, si bien debía lucharse contra esa alienación, simultáneamente debía tenerse presente que la alienación última era el desarrollo “normal” del “mundo administrado”. Lo que hizo el mayo francés fue disipar esta ambigüedad al proyectar el resultado alienante final como algo ya fijado (el advenimiento de la “sociedad administrada” de la represión perfecta y el fin del individuo) y pedir que se actuara en contra de ese resultado en el presente. Puesto que alienación no podía “domesticarse” como cualquier otra posibilidad, la única opción que quedaba era postularla como real. Dicho de otra manera: para poder negarla, era necesario considerar los límites de las condiciones en que la “sociedad administrada” había organizado su represión perfecta.
Lo que confirmó el mayo francés fue que la promesa de felicidad de la “sociedad administrada” chocaba con la experimentación de una realidad bien alejada de su ideal. De ahí que el 68 se negara a aceptar lo dado como lo único posible. En su núcleo, fue un rechazo del sistema liberal-capitalista, un NO a la coherencia de su fin como a la posibilidad de sus medios para hacerlo realidad. Este NO a la totalidad trajo como suplemento a la crítica tradicional de la explotación socioeconómica, una nueva crítica cultural: con los medios que el sistema liberal-capitalista ponía a disposición de los individuos, no había más posibilidad que la alienación de la vida diaria, el adiestramiento del homo consumans y la falsedad de la sociedad de masas en la que “llevamos máscaras” y sufrimos opresiones de todo tipo. Como ahí los mecanismos del sistema liberal-capitalista tenían una asombrosa eficacia, era preciso interrumpirlos y levantar frente a ellos la exigencia de una vida que dejara de considerarse el producto externo de instancias cada vez más burocratizadas: una vida capaz de movilizarse por sí misma. El 68 tenía muy claro que el debilitamiento creciente del automovimiento de la vida se debía de modo directo a su despolitización, es decir, a la aceptación común del capital y los mecanismos de mercado como medios neutrales que hay que explotar. Sin embargo, lo que sobrevivió a la reacción anticapitalista del 68 fue la proliferación de nuevas formas de politización que, lejos de privilegiar la lógica del mercado, hicieron de determinadas esferas de la vida social (los procesos políticos, la producción cultural, las tensiones étnicas) el centro de su intervención. A la lucha tradicional por la democracia y la justicia social, se unió la aparición de nuevos agentes políticos (feministas, homosexuales, ecológicos, minorías étnicas, etc.) cuyo papel era atender la pluralidad radical de la vida social. Se podría decir que el impulso hacia estas nuevas formas de politización emergió en un momento político preciso: justo cuando el 68 había agotado su potencial político. Curiosamente, el espacio para esa proliferación se ha sustentado en la etapa más reciente del desarrollo capitalista, es decir, en la globalización del estado posnacional, cuyo lema germinal es la exigencia de una vida automovilizada. Esta automovilización –dicho de la manera más sintética posible- es el resultado del nuevo modo de individuación implicado en el capital. El rasgo determinante del capitalismo al que asistimos hoy es precisamente la mercantilización de la vida misma. En el mercado ya no se compran objetos, sino experiencias vitales: experiencias sexuales, gastronómicas, de comunicación, de consumo cultural o de participación de un estilo de vida. La lógica del intercambio mercantil ha accedido 10 Como notaron BOLTANSKI y CHIAPELLO (1999), la estructura jerárquica fordista del proceso de producción (que imponía una cadena de mando jerárquica y centralizada) fue paulatinamente abandonada de los años 70 en adelante y se desarrolló una forma de organización basada en red responsable de la iniciativa individual del empleado y de la autonomía en el centro de trabajo. De este modo, emergió una nueva forma de capitalismo, que usurpó la retórica izquierdista de la auto-gestión del trabajador y se presentó como una revuelta exitosa contra el socialismo "realmente existente". RIFKIN (2002): “A medida que la producción cultural domina la economía, los bienes cobran cada vez más las cualidades de soporte. Se convierten en simples plataformas o marcos en torno a los cuales ponemos en juego elaborados significados culturales. Pierden su importancia
a una especie de identidad hegeliana autorreferencial en la que es la propia vida la que se acaba comprando. La idea de “vivir sin tiempos muertos, disfrutar sin frenos...” y de tantas otras frases que expresara el 68 han cobrado así una inesperada asimilación. Los situacionistas querían dejar de ser espectadores para ser, por fin, los auténticos sujetos de su propia vida1. Los nuevos sujetos construidos por el capital se encuentran precisamente sujetados a un orden cuyo principio es el automovimiento permanente y actúa sobre los individuos (im)poniéndole la vida. Así que hoy más que nunca se vuelve relevante la cuestión suscitada por Zizek: ¿Qué se revolucionó hace cuarenta años, el mundo o el capital? Vamos a exponer una tesis muy general y a oponerle otra que es la que voy a defender: el automovimiento de la vida, como crítica a la existencia administrada, trajo consigo el nuevo espíritu del capital; tal afirmación parece ser exactamente lo contrario del 68, cuya aspiración fundamental es, justamente, anticipar lo que no podía sino aparecer como imposible dentro del sistema capitalista: a la imposibilidad de sus medios sólo cabe llegar mediante el procedimiento crítico que cuestiona el sentido de una vida desmovilizada. De ahí que el (re)descubrimiento del estrato principal del 68 pasado por alto en aquel momento, es decir, la revelación de lo que aquel acontecimiento “produjo sin saber que lo producía”, para invocar la fórmula de Althusser, deba referirse a algo que cabe denominar como la politización de la vida. EL ESPÍRITU LIBERTARIO DEL CAPITAL VERSUS LA POLITIZACIÓN DE LA VIDA. Para una corriente ideológica representada por autores como Lipovetsky, habría resultado imposible pasar inmediatamente del espíritu burocrático del capitalismo corporativo al espíritu libertario del capitalismo global sin la intervención del mayo del 68: al liberarse el individuo de la lógica burocrática de la sociedad administrada, en realidad preparó el terreno para su repliegue a la esfera de la vida privada. La desaparición de la conciencia de clase, la desindicalización, el fin del militantismo, la crisis de las formas clásicas de representación, serían manifestaciones a distintos niveles del ascenso del nuevo individuo democrático. Aunque el 68 todavía se inscribió en el ámbito del proceso revolucionario y subversivo (barricadas, enfrentamientos violentos con las fuerzas del orden, huelga general...), lo cierto es que fue una revolución sin proyecto histórico, sin ningún objetivo global, político ni social. La diferencia entre la verdadera dimensión revolucionaria (la adhesión estricta a las grandes causas ideológicas) y la revolución desideologizada del mayo material y cobran importancia simbólica. Se tornan menos en objetos que en herramientas que facilitan la representación de experiencias vividas” (171). 12 LOPEZ PETIT (1999) 91 13 Artículo publicado el 20 de junio de 2008 en In These Times. 14 El resultado de este repliegue frente a la alienación del dominio público instrumental/objetualizado podría ser el sueño hecho realidad del individualismo democrático de Tocqueville: el sujeto producido como vida privada. Tal como lo ha expresado Hanif Kureishi en una entrevista sobre su libro Intimacy: “Hace veinte años tratar de hacer una revolución y cambiar la sociedad era político, mientras que ahora la política se limita a dos cuerpos, que haciendo el amor en un sótano, pueden recrear el mundo en su totalidad”.
del 68 (la ideología-moda) radicaría en que el individualismo revolucionario había sido un agente de guerra social, mientras que el mayo del 68 había desactivado ideológicamente la lucha de clases. Lo primero era utópico porque traía consigo una discontinuidad histórica; lo segundo, por el contrario, representó el final de toda utopía. Ésta es probablemente la principal tesis de Lipovetksy relativa al 68: esta revolución desideologizada genera la última revolución utópica y, al mismo tiempo, abre el camino a la desvalorización de toda revuelta social, a su confinamiento en una esfera estética separada de cualquier proyecto histórico. En el fondo, el 68 prefigura las formas posmodernas de resistencia violenta: “Mayo del 68 tiene una doble cara, moderna por su imaginario de la Revolución, posmoderna por su imaginario del deseo y de la comunicación, pero también por su carácter imprevisible y salvaje, modelo probable de las violencias sociales del futuro”. Los disturbios en los suburbios franceses en otoño del 2005 ilustrarían precisamente el nuevo perfil de la violencia diagnosticada por Lipovestsky. Si el 68 todavía fue una revuelta con una visión utópica, la revuelta de 2005 es un arrebato violento sin pretensión de visión alguna. Aquí se da la prueba del aforismo de Lipovetsky de que vivimos en la era de la revolución-moda. Los manifestantes en los suburbios de París se asemejarían a los del mayo francés en este punto decisivo: ninguno de ellos pedía nada en particular... De modo que, sin proyecto explícito y sustentado por una ideología espontaneísta, las consecuencias del 68 se resumen en dos efectos fundamentales: la apertura del individualismo democrático; el presente ininterrumpido de la revolución-moda. Respecto al primer efecto, es fácil tomar una distancia irónica y señalar que el 68, con su reducción de la totalidad social al principio abstracto de la autonomía privada, posibilitó la aparición de un nuevo individualismo, puesto que esta reducción era resistida por la red de relaciones concretas características de la sociedad francesa de los sesenta; retroactivamente, basta con ubicar los acontecimientos del 68 dentro de un proceso histórico más amplio, demostrar que fueron generados por la situación específica de Francia, con su modernización frustrada y la presencia simultánea de islas de modernidad: en síntesis, no es nada difícil componer un tratado sociológico sobre este tema. Sin embargo, basta El recuerdo nostálgico de las rebeliones populistas del siglo XIX fue el modelo que inspiró esta pertinaz estetización de lo político. No es de extrañar que BLANCHOT (1983 [1999] 76-77) describiera el mayo del 68 como una especie de poesía urbana sin propósito real: “Cada cual tenía algo que decir, a veces que escribir (en las paredes) ¿Qué en suma? eso importaba poco. El Decir tenía preferencia sobre lo dicho. La poesía era cotidiana. La comunicación “espontánea”, en el sentido de que parecía irrefrenable, no era otra cosa que la comunicación consigo misma, transparente, inmanente, a pesar de los combates, debates, controversias, donde la inteligencia calculadora se expresaba menos que la efervescencia casi pura [...] Presencia inocente, “común presencia” (René Char), que ignora sus límites, política merced al rechazo a excluir nada y la conciencia de ser, sin más ni más, lo inmediato-universal, con lo imposible como único desafío, pero sin voluntades políticas determinadas y, de ese modo, a merced de cualquier sobresalto de las instituciones contra las cuales se prohibía reaccionar” 16 LIPOVETSKY (1992) 219 17 Debray es el máximo exponente de esta concepción hegeliana de la historia inspiradora de la List der Vernunft, donde los acontecimientos cumplen propósitos desconocidos para sus actores: “La sinceridad de los actores de mayo se vio acompañada y sobrepasada por una astucia que desconocían. La cumbre de la generosidad personal se encontró con la cumbre del anónimo cinismo de sistema. Y así como los grandes hombres hegelianos son lo que son debido al Espíritu absoluto, los revolucionarios de mayo fueron los empresarios del Espíritu que necesitaba la burguesía”
releer las apasionadas polémicas protagonizadas entre Marcuse, Debord y otros grupos izquierdistas hiperpolitizados, para encontrarse cara a cara con lo que se pierde en un relato histórico al margen de los actores: la historia puede interpretarse siempre como un proceso gobernado por leyes, como una sucesión significativa de etapas; no obstante, mientras hay actores, mientras están envueltos, atrapados en el proceso, la situación (por lo menos en los puntos de inflexión en que “está pasando algo”) aparece abierta, indecidible y está muy lejos de revelar una necesidad subyacente. El pronunciamiento estudiantil y los movimientos de resistencia originados en torno a las fábricas, mezclados con la corriente más o menos marcada de la ideología anticapitalista, estaban dispuestos a denunciar las nuevas formas de opresión propias del capitalismo moderno, desde la dictadura del automóvil, la destrucción de ciudades mediante su reemplazo por autovías y aglomeraciones de bloques de cemento suburbanos, hasta los medios de comunicación, así como la idea de una sociedad administrada jerárquicamente que cuadricula la vida cotidiana. Cabe pensar que su insistencia en que no estaban trabajando por la consolidación de un nuevo individualismo demostró no ser más que una confianza infundada; sin embargo, podría decirse que precisamente como tal (como una completa confianza sin fundamento alguno) era, en sentido estricto, no ideológica. En cuanto al final de la utopía, el 68 nada tiene que ver con la génesis de la revolución-moda preconizada por Lipovetsky. El 68 no supone una nueva aproximación a los ideales, una liquidación de la primacía de las ideologías más duras, ni siquiera un intento de democratizar la pasión por lo Nuevo desde el apogeo del presente. En realidad, la novedad del 68 consiste en oponer a la represiva sociedad del capitalismo tardío, con su ciclo de obsolescencia dirigido por los “dictados de la moda”, un medio intuitivamente posible: la crítica radical de la vida cotidiana. La hegemonía alienante de la moda se identifica con la institucionalización del consumo, la creación a gran escala de necesidades artificiales y la administración burocrática de la cotidianidad. Frente a la ley de la caducidad orquestada, del reclamo espectacular y de la diferenciación marginal, el 68 asume que no hay una posibilidad realmente movilizadora sin una crítica simultánea de los medios bajo los cuales se organiza la sociedad contemporánea20. 18 Henri Weber asegura que “el individualismo de mayo era prometeico y comunitario”, “portador de un proyecto relativamente grandioso de transformación social”, de modo que hubo “una ruptura más que una continuidad entre éste y el individualismo identificado por Lipovetsky” (1988; 166, 177). Sin embargo, Weber se aproxima a Lipovetsky cuando expresa su convencimiento de que era errónea la ideología que les guiaba cuando hicieron mayo del 68. Creer que el socialismo democrático era la democracia directa de los “soviets” y los concejos locales podían erigirse como una forma de auto-organización de la gente fue sencillamente un error. Pero lo curioso es que si Weber y los suyos no hubieran creído en esta versión-concejo del “socialismo democrático”, no habrían podido realizar la revolución. Lo que da pie a la siguiente paradoja: el éxito de lo que hoy llamamos la nueva izquierda de la tercera vía se basó en cometer el error correcto en el momento correcto. En otras palabras, jamás se habría podido producir sin la ilusión del socialismo revolucionario. Como sugiere JAY (1998), resulta sintomático que, junto con la declinación del socialismo realmente existente, también desapareciera esta sombra emancipatoria. BERMAN (1991) Y así es como funcionó efectivamente el mayo francés desde una óptica situacionista: dado que el espectáculo se había apoderado de la vida en su esencia y el espectador estaba separado de la vida en su.
Si la movilización es estrictamente correlativa a este gesto crítico, podría afirmarse que el 68 constituyó un acto radicalmente político, en el sentido en que sucedió algo inimaginable: a través de él se negaron los parámetros de lo que parecía posible, es decir, se reconoció la propia imposibilidad del sistema liberal-capitalista. Se sabía que cualquier empeño en seguir empleando sus medios no iba a cambiar absolutamente nada. Y en la distancia que debía asumirse respecto de los medios que garantizaban la coherencia misma del sistema, lo que se pedía en última instancia era renunciar a la imposibilidad de que pudiera pasar algo. Al considerar el final de la utopía, el 68 traza así una línea demarcatoria a la hora de separar un acto político del que no lo es. En un acto no político, los problemas urgentes más inmediatos se pueden resolver, mientras que el gran problema se deja para más adelante; en un acto político, esta estrategia deja de funcionar y se debe atacar el gran problema para poder resolver las pequeñas urgencias; el 68 inaugura la politización de la vida como un acto que se resiste a ser medido con el patrón del servicio de los bienes, que niega el ethos puramente economicista de la sociedad tardocapitalista y que se erige como un fin en sí mismo al cuestionar los patrones de lo que se considera una vida buena y ser incapaz de concebir una forma de vida diferente de la derivada del acto político. En cierto sentido, la politización de la vida es el final de la utopía: marca el momento en que el acto político es capaz de formular el resultado de su negación en un matema que ya no “habla de lo que se quiere”, sino que, en un sentido radical, “habla de lo que no quiere”. En ello reside la apuesta del 68: conferir al acto político la forma de una negativa fórmula “sin sentido” en la cual no se pide nada ni resuena ninguna subjetividad. El acto de pedir lo imposible no debe leerse, pues, como un lugar común subjetivista según el cual hay que movilizar la vida frente a su inmersión en el sistema realmente existente, sino como la paradoja de una demanda que es puesta precisamente para denunciar al sistema detectando lo único que éste no puede ofrecer. Frente a la reacción del sistema capitalista a satisfacer cualquier demanda que se le plantee, de ser de algún modo “útil”, la respuesta del 68 es la siguiente: “No se trata de esto. En este sentido, el 68 fue tan desconcertante como lo podría ser ahora: en la era posmoderna de interacción de múltiples subjetividades, de libre comunicación en vez de jerarquía centralizada, de multitud de opiniones en vez de una verdad, la incapacidad de traducir cualquier demanda en una interpelación autenticidad, el mayo francés sirvió como prueba de que no era posible separarse del espectáculo sin una movilización de la propia vida. Lo que ahí se volvía claro es que no había crítica que no fuera crítica de la vida cotidiana, es decir, de las coordenadas que determinan nuestra experiencia de la realidad. 21 La lógica de la demanda sesentayochista es tan clara como desconcertante: “Al pedirte que hagas lo imposible, en realidad te pido que no lo hagas, porque no se trata de ello”. O expresado de forma diferente: la posición básica del “seamos realistas: pidamos lo imposible” no es simplemente que toda demanda política está atrapada en una dialéctica que siempre apunta a algo diferente a su contenido literal, sino que puede verse fácilmente traicionada por una transacción con el poder (la eterna queja de que en cuanto adquiera un carácter reformista sólo cambiarán las formas y se acomodará al poder). Hoy, se ha producido algo así como una inversión: la cuestión no es tanto que toda negación política deja de ser subversiva cuando hace lo que se supone que hace su oponente, sino que incluso puede producirse exactamente lo contrario, una pseudonegación que se adapte a las relaciones de poder existentes mucho mejor que una modesta propuesta reformista. La reciente polémica de Richard Rorty con los elitistas radicales de los estudios culturales radica precisamente en este punto.
positiva no es algo asumible de entrada. No se puede imaginar algo más extraño al universo posmoderno de libertad de opiniones, de competencia en el mercado, de interacción nómada pluralista, etc., que este gesto consistente en bombardear el edificio del “poder” con una demanda imposible, destinada a autorechazarse como tal. Su propio gesto socava la ética de la socialdemocracia reformista que se olvida de las grandes metas, que se concentra en lo que la gente realmente quiere y procura proporcionárselo dentro de los límites de lo posible. Si el sistema capitalista global es esta movilización constante del deseo a fin de impedir su verdadera irrupción, el 68 es esta irrupción de lo posible que confronta al capital con sus propias condiciones de autorreproducción. Ahí reside la singularidad de este acontecimiento: éste no es simplemente un sumario táctico de desvelamiento de la represión, sino la presencia de aquello que no puede ser respondido y que, al contrario de la “oposición”, que es siempre negociable, constituye una lógica de ruptura por su falta de demanda . Frente a un orden establecido y conservador, el 68 privilegió la politización de la vida. Gente de todo tipo, en común, no sólo se disponía a cuestionar y a hacerse cargo de las condiciones de su propia vida, sino a movilizarse y reinventar formas de acción ajenas a los mecanismos indispensables del poder. El problema es que a partir del 68 un nuevo orden retoma ideológicamente el automovimiento de la vida y organiza su actuación represiva a partir de la afirmación individualista de la autonomía privada. De ahí que ante el triunfo posmoderno del capitalismo libertario del 68 (el que movilizó el individualismo democrático frente a su resistencia conservadora, de valores “tradicionales”, y erigió el automovimiento como principio del capitalismo global), lo único que puede hacerse es volver a pensar el fracaso moderno del anticapitalismo sesentayochista (el que quiso socavar la vida desde un posicionamiento para el cual no había lugar posible en la vida cotidiana). A este respecto, no deja de ser sintomático que el 68 se insista en presentar desde la derecha como una figura profundamente inmoral. En un mitin celebrado el 30 de abril del 2007, Sarkozy prometió introducir la moral en la política: "Sí, la moral –dijo- una palabra que no me da miedo. La moral, algo que después de mayo de 1968 no se podía hablar (...). Los herederos de Mayo del 68 habían impuesto la idea de que todo vale, que no hay ninguna diferencia entre el bien y el mal, entre lo cierto y lo falso, entre lo bello y lo feo; habían intentado hacer creer que el alumno vale tanto como el maestro (...), que la víctima cuenta 22 “Las posibilidades históricas deben pensarse a partir de formas que pongan el acento en la ruptura y no en la continuidad con la historia pasada; en la negación y no en lo positivo; en la diferencia y no en el progreso” (Marcuse, Fin de l’Utopie, Minuit, col. Arguments, p. 10) Repensar el momento crucial del fracaso del 68, el momento de la integración por parte del capital de la automovilización de la vida, sería en sí mismo (y habría de serlo para sí mismo) el momento de la nueva confrontación con su límite inmanente, de modo que su propia debilidad ya no pudiera exculparse más que remitiéndola a su propio antagonismo. Por consiguiente, el hecho de repetir el gesto político del 68 no significaría una vuelta al 68: consistiría en aceptar que su apuesta particular fracasó, cabe decir incluso de manera estrepitosa (hasta el punto de haber convertido su propia fraseología revolucionaria en verdaderas consignas del capitalismo global actual), pero que todavía hay en él un destello utópico que vale la pena rescatar. Salir al rescate significa que hay que distinguir entre lo que se ha convertido el 68 y lo que aún queda de él: repetir no lo que hizo sino lo que siempre queda por hacer.
Menos que el delincuente (...), que no podía existir ninguna jerarquía de valores (...), que se había acabado la autoridad, la cortesía, el respeto; que no había nada grande, nada sagrado, nada admirable; ninguna regla, ninguna norma, que nada estaba prohibido". Por supuesto, el diagnóstico erróneo de Sarkozy estriba en que el relativismo intelectual y moral que cree atribuir al 68 en realidad pertenece a un espíritu que podemos conectar más adecuadamente con el actual capitalismo global. El problema ni siquiera está en que ese relativismo parezca representar una amenaza socialista. Que gran parte de la izquierda francesa y, en particular, Sègoléne Royal, considere que lo más positivo de aquellos días fueron los acuerdos sociales de Grenelle (los mismos, que, en su día, fueron denunciados por Cohn-Bendit como la traición suprema del PCF y la CGT, liquidando el movimiento estudiantil), demuestra lo erróneo de examinar los acontecimientos del 68 bajo la oposición actual izquierda-derecha. Es más, la confirmación conservadora de que el mayo del 68 representa aún hoy una amenaza debería animar a formular la conjetura opuesta: ¿y si esta voluntad de enterrar la herencia del mayo francés fuera un signo inequívoco de que ya está enterrado? ¿y si el hecho de que siga pareciendo relevante respecto a los valores encarnados por el nuevo individualismo democrático viniera a transmitir el mensaje, mucho más inquietante, de que estos mismos valores son los que el capitalismo global se ha encargado de individualizar? En otras palabras, ¿y si la eclosión de este individualismo sin individualidad y este hedonismo sin placer no fuese el resultado del mayo del 68, sino precisamente de su fracaso y de su reflujo? Quizás sea ésta la cuestión.
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